Columna Fogonero: El concierto en solitario de Alejandro González Iñarritu

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Por Rodrigo Islas Brito

Ya pasó más de un semana de que Alejandro González Iñarritu ganara su segundo Oscar como mejor director, por lo que parece ser ya tiempo una vez dejadas atrás esas fiebres de amor y odio filial que el nativo de la Ibero  despierta a la sola evocación de su ahora gabacherizado nombre, tratar de dilucidar quién diablos es este cineasta de intacto tremendismo mexicano y sensibilidad artística globalizada.

Iñarritu cundió el panorama cinematográfico mexicano del naciente siglo 21 con Amores Perros, la película víscera bisagra de un México furioso  que ya no podía creer en los grandes discursos. Tres historias enrevesadas y atravesadas de hombres y mujeres evaporándose en la furia de una Ciudad de México que no conoce de pequeñas  cosas.

Desde aquí el locutor, publicista y novel cineasta dio claras muestras de que los suyo era  tirar y abarcarlo todo, con una historia autoría del novelista Guillermo Arriaga (su socio en sus primeras tres películas), reunía los mismo influencias de cineastas tan dispares como Luis Buñuel, Quetin Tarantino y Krzysztof Kieslowski, Iñarritu construyó un edificio de explosiones destinado a derrumbarse bajo sus propios rugidos.

González estableció desde su opera prima que lo suyo era la pretensión temeraria, que cuando se lograba no podía ser otra cosa más que un trancazo. Basándose en una fotografía deslavada y brillosa de Rodrigo Prieto, cuyo tintineo hacia parecer  que estábamos asistiendo a los mismísimos inframundos de un Nirvana abyecto, Iñarritu anunció a gritos desde el principio los alcances de su inacabable capacidad visual.

Lo mismo usando una toma fija enervante para una confesión agotadora en una contestadora telefónica, que improvisando más de cuarenta cortes para una accidente automovilístico con reminiscencias a principio de todas las cosas.

Amores Perros fue un suceso, no sólo en México, convirtiéndose en ese lejano año dos mil en la cinta mexicana más taquillera de la historia , sino en el mundo entero, cuestión que le significó un salto inmediato a Iñarritu al Hollywood de los grandes presupuestos vía 21 gramos (2003).

Otra vez con una historia de vidas cruzadas cortesía de su cada vez mas protagónico guionista Guillermo Arriaga, dónde se mostraba en un claro cristalino la propensión del cineasta a malabarear entre el melodrama ceñido más desatado  y las implicaciones extrasensoriales de vivir en un mundo en el que hay que redimirse todo el tiempo de un pasado que nunca es capaz de pedir disculpas.

Ese metadiscurso existencial que se ambicionaba bastante duro pero se descarrilaba muchas veces en un sufrimiento wanna be, se vio potencializado por actuaciones llenas de convicción de pesos pesados del histrionismo hollywoodense como Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro.

Tanta ambición de filosofía redentora de viajero mundial mochilero hijo de papi, conoció su punto más bajo con Babel (2006) la tercera y última colaboración de Iñarritu con Arriaga , que conoció un rompimiento  publico de acusaciones mutuas entre los dos y competencias insalvables por ver quién tenía el ego más grande. Competición que el hoy semi desaparecido Guillermo Arriaga terminó perdiendo por un buen trecho.

Babel  es tal vez el despropósito más grande hasta ahora del ego y la carrera de Alejandro González Iñarritu.Un intento de parábola globalizada de desgracias multinacionales orquestada por un genio que ha estado en todos lados, que cree que todo lo ha visto y sentido, pero que en el fondo nada conoce.

Con una representación de infiernos paralelos de desdobladas geografías que se caían como plomo muy pesado  en la base misma de su impostura e hipócrita ambición de enunciar el mundo.

La siguiente movida de Iñarritu fue regresar a filmar en español con Biutiful (2010), dónde libre de los desplantes y embates arriaganianos , el cineasta se dio vuelo (con guionistas argentinos bajo contrato) en una cinta española, que contaba la historia de un abnegado padre familia, traficante de inmigrantes, desahuciado a muerte y que además puede ver gente muerta.

Un exceso iñarrituniano clásico de quien quiere de una vez por todas abarcarlo y dictaminarlo todo. La cuarta cinta del cineasta tuvo en la actuación sobrehumana titular de un Javier Bardem con el rictus de un viacrucis, su mejor aliciente.

Y en la sobrada solvencia narrativa de su autor a su mejor arma para no naufragar en una anécdota discursiva en el que la mezcolanza de géneros e intenciones  distraía de las implicaciones metafísicas del relato de un hombre que quiere trascender su propia muerte.

Iñarritu aprendió de este extravió de energías e intenciones a la hora de acometer Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) hasta ahora la mejor película de su carrera. Dónde concentro la acción a un solo escenario, unos cuantos personas y a unas pocas emociones.

Concretando una radiografía sobre el tortuoso acto de crear vía un encuentro de una acabada estrella de acción (un increíble y harto potente Michael Keaton) con los actores, actrices y desamores  que definen la obra de teatro en la que tiene finiquitada su última esperanza.

Iñaritu se ciñe por fin a una sola historia, en la que la fotografía de un siempre sabio Emmanuel Lubezki , redondea el coctel de pasillos eternos, planos secuencia hitchcocknianos, confesiones brutales y sueños desnudos y fracasados, que el creador potencia con una sinceridad de intenciones que desde Amores Perros no había ni siquiera vuelto a visionar.

Ganador por fin de su primer Oscar, una de las razones por las que el cineasta seguramente se puso a hacer películas. El rebautizado en los créditos como G.Iñarritu se apuró de inmediato a acometer un proyecto por encargo, El Renacido, una historia que llevaba rondando años en Hollywood y que en un principio seria dirigida por Darren Aronofsky y protagonizada por Brad Pitt.

Finalmente fue Leonardo Di Caprio el protagonista e Iñarritu el responsable de guiar al actor hacia un añorado primer Oscar que volvió al ídolo del  Titanic en un trending topic universal.

La cinta tiene todos los vicios y las virtudes del mejo cine iñarrutiano, con una perfección técnica del 200 por ciento,  y una pretensión desatada por hacer pasar hasta el relinchido de un caballo como cine de arte.

Al final , el cineasta mexicano (contra el que el cuarenta por ciento del crew de la película terminó desertando) logra una cumplidora cinta de aventuras y penurias de sobrevivencia en medio de un río de pausa existencial.

Pues cabe destacar que sólo alguien con la seguridad, el ego y el talento de G. Iñarritu pudo ser capaz de lanzarse a emular al cine anímicamente desatado y comercialmente impenetrable de Andrei Tarkosvki, y encima lograr que Hollywood le diera un Oscar.

Hoy Alejandro González Iñarritu parece ser  estar a la mitad de un camino que cada vez los propulsa más lejos como autor total del actual cine mundial.

Con un  ego que redifine a cada paso el termino cabrón, con Martin Scorsese señalando que la apertura de El Renacido era una obra maestra, que sus primero cinco minutos eran “I am Cuba”, del mítico  Mikhail Kalotozov.

Un camino en que por lo menos hoy  todo cuadra. En el que ego, talento e influencia, están cantando al unísono en el concierto siempre en solitario de Alejandro González Iñarritu.