La novia de la calle de Regina, en el Centro Histórico capitalino

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Excélsior.

Ciudad de México. Ocurrió en 1946. La señora Juana Ortiz, viuda de Tomás Fernández, en compañía de su hija, Teresa, trapeaban el piso de la vivienda cinco que quedó desocupada.

Mientras realizaban dicha tarea, observaron un par de zapatos, brillantes, como de charol, resplandeciendo entre la oscura habitación; ambas alzaron la mirada, y visualizaron a un hombre con traje de novio: camisa blanca impoluta, pantalón y saco negro, una flor de azahar en la solapa… y el rostro, blanco como la cera, con una enorme tristeza reflejada en los ojos.

Juana Ortiz era la portera de las viviendas 39 y 43 de la calle Regina, en el Centro Histórico.

Los últimos inquilinos abandonaron el recinto porque, según ellos, por las noches los muebles se movían de manera autónoma por el departamento, y, a la mañana siguiente, regresaban a sus sitios originales; además, suspiros y lamentos se escuchaban desde los rincones de las habitaciones. Pero ¿cuál era el origen de los fenómenos que los obligaron a dejar el lugar?

Desde 1940, allí vivió Lucila Morales, con sus padres y su hermano menor; años más tarde, Lucila conoció a Pedro Almaraz: tornero de oficio; los cánones de la época demandaba a las mujeres estar en diligencias conyugales a temprana edad, y a los 19 años, Lucila no se hizo de rogar cuando Pedro le propuso matrimonio”.

Ella aceptó, y la fecha del casamiento quedó fijada para el sábado 16 de febrero de 1946; para Lucila, casarse significaba cumplir sus sueños de buena esposa, ama de casa y madre; Pedro, por su parte, mostraba estar a la altura de las circunstancias, maduro y listo para tomar las riendas de un hogar.

El vestido de novia —blanco, representando su irrebatible pureza— poseía holanes de encajes y tres velos que resaltaban la piel mulata, el rostro risueño, los cabellos y el precioso talle juvenil de Lucila: «¡Qué bonita se ve mi hija vestida de novia», decía doña Concha, progenitora de la futura esposa.

El viernes quince de febrero, los prometidos celebraron sus respectivas fiestas de solteros. Las amigas más cercanas a Lucila, ya experimentadas en materia de hombres, le notificaron para qué servía el sexo y cómo se usaba en casos de emergencia, la manera de hacer pañales y cambiarlos, y otras diligencias de igual importancia”.

Los amigos de Pedro se lo llevaron a una cantina en la colonia Doctores, donde le explicaron todo lo que un hombre debe conocer para ser un hombre entre las sábanas: «¡Hay que saber quitarse los pantalones, pero también tenerlos muy bien puestos, porque en casa manda el macho!», aconsejaban.

Llegó el día esperado, y todos los vecinos vieron salir a Lucila de su casa: tan preciosa, tan joven y tan en edad para la encomienda que ya traía encima; se dirigió a la iglesia y los invitados la seguían emocionados y ansiosos por iniciar la merecida parranda.

Su casa y los patios de la vecindad fueron decorados con mucho esmero; sobre el arco que desembocaba en el patio principal se dispuso de un enorme corazón rojo y, al centro, dos novios de papel blanco; las escaleras y balcones fueron vestidos con cadenas de papel china de colores muy mexicanos”.

Esa mañana Lucila fue al templo de Regina Coelli a ver a Jesús; le pidió —como le recomendaron sus amigas— un deseo al oído y con voz bajita, «el que tú quieras». Él debía mover la cabeza afirmativa o negativamente: al menos, eso le dijo una amiga en la despedida de soltera. Así lo hizo y al irse creyó ver en el rostro de Jesús unos ojos nublados y amorosos. Salió contenta del templo.

La misa era a la una de la tarde, y quince minutos antes de la hora, Lucila ya esperaba a Pedro en el altar. Dieron las campanadas de las trece horas y el susodicho no aparecía; la novia miraba nerviosa a la concurrencia. El eco de las campanadas no la reconfortaban en lo más mínimo.

Lucila regresó a su casa bañada en lágrimas: «¿Qué le habrá pasado», se preguntaba, corroída por la pena y el amor ahora convertido en coraje, en odio, en rabia dispuesta a hacer lo impensable en caso de que Pedro hubiera jugado chueco en esta fecha: «¿Qué le habrá pasado», repetía.

Los comentarios de «la dejaron vestida y alborotada», «pobre muchacha», «ya valió gorro la fiesta», «mmm, el mentado Pedro salió igual que todos los demás: tan decente que se veía» no se hicieron esperar entre los familiares y amigos de los novios… o supuestos novios.

Al llegar a su morada, el hermano de Lucila le dijo que el canalla estaba en la vivienda. Ella, fuera de sí y ciega de ira, cerró la puerta, se encaminó a la cocina, tomó un cuchillo, regresó al dormitorio donde reposaba Pedro y le enterró el arma blanca una, dos, tres veces.

Pedro despertó como de una mala pesadilla: se palpó los orificios recién creados, vio sangre escurrir de sus manos y abdomen; lo único que alcanzó a proferir a fin de excusarse de su terrible ausencia fue: «En-la-despe-di-da-de-sol-tero-me-me-…memborraché». Al escuchar, Lucila retomó el cuchillo con su filo mortal y se lo clavó a sí misma, desgarrándose el corazón y la vida”.

Pasaron los meses, la casa fue abandonada por los familiares, y los vecinos aseguraban ver a través de los cristales de la vivienda, a una mujer vestida de novia recorrer los pasillos, sin rumbo fijo, como perdida o en espera de algo o de alguien.

Ya pasados los años, la hija de la portera, Teresa, bajó las escaleras de la vecindad y sintió unas enormes ganas de orinar: decidió utilizar el sanitario del departamento abandonado. Frente a ella se presentó una novia, con un vestido de mangas bombachas, holanes con encajes y tres veloz cubriéndole el rostro.

Teresa quedó estupefacta sin poder pegar grito al ver que la novia se volvió y desapareció en el pasillo; una vecina, al ver la puerta abierta, entro a la vivienda y vio a Teresa petrificada, quien del susto ya no supo si lo que tenía que hacer lo hizo en el retrete o no.

El tiempo ha pasado, pero Lucila y Pedro siguen siendo parte de los silencios y de la piel de la casa marcada con el número 39 de la calle Regina, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Fuente: Argueta, J. (2015). Leyendas Mexicanas para contar y para cuenteros. Ciudad de México, México. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) & Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca).