Columna Fogonero: ¿Quién creó a los dinosaurios?”

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Por Rodrigo Islas Brito

No es fácil ser ateo en Semana Santa, en las calles hay procesiones con bonitas banderitas y canticos hermosos, en la casa tu madre quiere de una vez por todas convencerte de que existe la bondad divina, y en  el Facebook los si creyentes acusan a los no creyentes de darle la espalada a Nietzsche cada sábado de gloria y tomar sin chistar su respectiva dotación de vacaciones.

No, no es nada fácil. Dan ganas de entonar a coro esa partecita donde se le pide a Dios que nos perdone como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, que nos guarde, que nos proteja, que nos ayude, que nos disculpe, que nos salve finalmente de todo lo que puede una persona ser salvada.

Recuerdo que la primera vez que pensé en que tal vez era cierto eso de que Dios no existía, tenía unos nueve años, estaba viendo una película sobre un campo de concentración en la segunda guerra mundial, cuyo nombre no recuerdo,  donde dos presos judíos se cuestionaban sobre en qué momento vendría Dios a rescatarlos mientras esperaban, hincados frente a una zanja, su turno para recibir un tiro en la nuca por parte de un soldado nazi.

Uno le respondía al otro que Dios en ese momento si efectivamente existía, estaba de vacaciones. Ya no pude enterarme si Dios apareció o no pues mi madre le cambio a la televisión dos segundos después. Ahora pienso que tal vez fue porque su decisión también fue la de no enterarse.

Mi segundo encuentro con el ateísmo vino en un capítulo que cambiándole al televisor encontré  de los Expedientes Secretos X, en el que Scully, moribunda por un virus de la que sus enemigos conspiracionistas la habían infectado, recibe la visita de un sacerdote que su hermano le ha traído para que se ponga en paz con Dios.

“Esas no son mis creencias” respondía una Scully serena, convencida de que el no creer era también una manifestación de la fe.

Yo tendría no más de 15 años y las palabras del personaje interpretado por Gillian Anderson me calaron hondo. Dios empezó a parecerme una historia demasiadacalculada, un ente o ser creador del universo, que estaba allá arriba, en alguna dimensión o región desconocida, responsable de todo lo bueno y al que hay que entregarle cuentas y disculpas por todo lo malo.

Simplemente nunca me terminó por sonar lógico, a pesar de la crianza cristiana que me dio mi  madre, con estudios bíblicos en casa donde aprendí  el revés y el derecho de buena parte de las historias de la Biblia, la idea de un ser superior en el pudiéramos descargar todos nuestros deseos, nuestras ganas, al que pudiéramos convencer de echarnos una mano yéndonos de rodillas a las puertas de un templo, me empezó a sonar a nada.

Esa parte la historia donde mi madre me decía que Dios había enviado a su hijo a morir crucificado para con su sangre lavar la sangre de nuestros pecados me pareció a la larga muy abstracta, sin climax, con un hueco en hacer lógicas las motivaciones del personaje.

También recuerdo a una mujer a la que ame y que un día me pidió bajar de mi foto de perfil una imagen de un Cristo riendo a carcajadas, originaria del Nazarin de Luis Buñuel, película  hecha por un ateo que creo que explica como ninguna otra los parámetros y las virtudes de la caridad cristiana.

Ella me argumentaba que esa imagen le molestaba, que le parecía que iban contras las creencias de ella y su familia, las cuales básicamente consistían en que Dios era un ser sagrado que no podía ser capaz de burlarse de nadie.

Tarde en quitar esa imagen unas horas, pero al final lo hice. Aunque ahora debo confesar que me arrepiento de mi decisión.

Y finalmente está mi abuela, unos años antes de que muriera, entregada a enseñar el catecismo en Apizaco, Tlaxcala durante algunos años, me comentó una noche que le gustaba la Biblia, que le ponía bien aprenderse sus palabras y compartirlas  con los demás, sin embargo había un problema.

“Y es que luego pienso, Dios creo el mundo, nos creó a nosotros, pero y a los dinosaurios. ¿Quién creó a los dinosaurios?”

Se preguntó y me preguntó mi abuela, a lo que recuerdo que pensé que si los dinosaurios hubieran existido cuando se escribió la Biblia, seguramente los hubieran incluido, que todo fue una cuestión de tiempos para terminar de redondear la historia.

Por supuesto que no se lo dije, mi abuela no encontró una contestación a su pregunta. Tres años después murió, y hoy a más de dos años de haberla enterrado probablemente haya encontrado ya su respuesta.

O tal vez no, tal vez ese gran misterio de la vida, este destinado a serlo siempre. A mí por mi parte me gusta asumir que no hay más vida que la que me está llevando a escribir estas palabras.