Fogonero: Juan Gabriel, el diferente, el de ambiente, el de verdad

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Rodrigo Islas Brito/RIOaxaca.

Oaxaca de Juárez. Ayer, cuando me enteré que no era mentira, ni un rumor, ni una de esas bromas urbanas virtuales que cada tercer día engañan a uno que otro incauto con la noticia de que ya se murió  Chabelo, sentí dolor puro en mi corazón.

A Juan Gabriel lo mató un infarto a los 66 años y yo sentí que se había muerto David Bowie, si, otra vez, incluso con un duelo más fuerte que cuando falleció hace unos meses el rey del Glam. Juanga no fue el Freddy Mercury mexicano como algunos apuntan ahora.

Juan Gabriel fue y es Juan Gabriel y no se parece a nadie. El divo, el  hombre de niñez precaria, pasado carcelario y talento sobrehumano.

El mejor y el mayor compositor de la canción mexicana de la historia (si, incluso hasta por encima del mismísimo José Alfredo) pues como bien me lo explicó una amiga ese puesto de la historia se lo han escamoteado por tratarse México  de un país machín, pendenciero, hipócrita y homofóbico, dispuesto a enraizar canciones  de cómo te traicionó aquella mujer maldita a la que le soltaste la rienda, antes que aceptar la definitiva aclaratoria  de “yo no nací para amar, nadie nació para mí , tan solo fui un loco soñador no más”.

Porque Juan Gabriel habló de los sueños que nunca se hicieron realidad, de la soledad oscura, de que a tus treinta y tantos tus amigos todavía te pregunten que para cuando sales y tú les respondas: “yo jamás sufrí, yo jamás llore, yo era muy feliz, yo vivía muy bien…hasta que la conocí”.

Porque las de Alberto Aguilera no son rolas solo para cantarse en las rocolas cantineras siempre al amparo de una chela o un jaibol, no sus canciones son más infinitas que eso,  están para tararearse siempre, en el plantón, en el camión, en el trabajo, en el taxi, en una reunión con los cuates, con la familia, con la novia, con esa nada descorazonadora de un mundo al que el amor lo traes siempre en la mente.

Traté de estar triste por el divo de Juárez, pero mis ganas de mover el bote se hicieron más grandes en la medida que escuchaba el endiablado ritmo de clásicos como el Noa- Noa o He venido a pedirte perdón.

Al tiempo que le pedía a quien fuera de mi escabroso pasado “que nunca llores, que nunca sufras así”.  Y le decía un “Adiós, mi amor, hoy con esta canción que escribí, para ti, he venido a pedirte perdón”.

Y el mundo es hermoso porque Juanga estuvo y está en él, porque “cuando quieras tu divertirte más y bailar sin fin” iremos todos a ese Noa Noa personal, colectivo , donde estas para querer , para que te quieran y para ver querer a los demás.

A ese “lugar de ambiente donde todo es diferente” porque tú también lo eres. Diferente a dogmas, diferente a precios, diferente a modas, diferente a hipocresías, diferente a odios, diferente a rencores. Diferente a justicieros de oportunísimo dedo flamígero que acomodan al divo en rollos bien pensantistas politiqueros llamándolo símbolo del régimen autoritario y monolítico solo porque se embolsó un varo en el 2000 cantando aquello que “ni Temo, ni Chente, Pancho es presidente”.

Porque además el divo tuvo tan buena suerte que su público por primera vez no le hizo caso y el PRI acabo perdiendo entonces más setenta años de control total, y al final y de ultimas era Juan Gabriel carajo, y podía hacer que se le diera la reverenda gana.

Fue el que lloró noche tras noche, el que sabe que el dinero no es la vida, el que se burla  de la abandonadora o abandonador, gritándole un “a ti también te abandonaron, y ahora vives infeliz y desgraciada, muy sola y muy triste te dejaron”.

“Y sin dinero, sin él, sin mí, sin nada caray”, y si caray, sin dinero caray, y sin nadie caray.

Porque la educación sentimental en realidad no existe, porque lo que vale es la experiencia, la experiencia de un poder decir esto “es una miseria, son muy pocos besos para un enamorado”.

De que “no vale la pena tus distantes citas, de que “casi no te veo”, de que “la intención es buena” pero la verdad es que “más yo quiero”, del que “muy tarde comprendió que nunca la debía amar”. Juanga iba al centro y no temía llamarlo infierno, infierno del que habrá que chisparse aunque resulte placentero.

Juanga habló del sentimiento ardilla, del esperanzado, del emocionado, del fracasado, de amor con el que se te van las penas y empiezas a olvidar el dolor. Del sentimiento que lleva al alma, del alma que lleva a todo lo demás.

“La vida en su plenitud no necesita otra cosa que el vértigo que produce saberse llevar por las emociones más sinceras”, escribió el escritor JM Servín como especie de panegírico sobre el autor, y estoy de acuerdo, porque eso maldita sea es la maldita felicidad, y todas y todos merecemos estar en ella.

Recuerdo una conversación que tuve cuando era niño con una mujer que trabajaba como secretaría de un tío. ¿De qué podían hablar un pelafustán de ocho años y una mujer de 24? , pues de Juan Gabriel.

Ella contaba que con puras canciones del divo de Juárez la había enamorado su marido, yo le decía que Juanga no podía ser homosexual (como hasta mis maestras de primaria decían) porque le cantaba demasiado bonito a las mujeres.

Yo era un niño entonces y también un idiota, y encima mi madre cristiana y homofóbica hasta las cachas me hacía leer la Biblia de los dos lados para que no se me olvidaran los preceptos del altísimo, que básicamente decían y siguen diciendo que si sales maricón (palabra ochenterisima como pocas) te vas a ir derechito a las entrañas ardientes del demonio. Donde sufrirás por siempre y para siempre.

Eso asustaba a cualquiera, a eso hay que adicionarle que a finales de los ochentas publicaciones como el Alarma llegaron a hacer apologías fotográficas del compositor besándose con otros hombres, revelando lo que el mismo Juan Gabriel respondió unas décadas después  con un “lo que se ve, no se juzga”.

Porque Juan Gabriel  nunca juzgó un carajo, nunca lo buscó, nunca lo vio, nunca tan siquiera lo percibió “Pero qué necesidad”, argumentó. Qué necesidad viviendo en un mundo tan inmenso que se hace aún más grande con esas canciones que nos permiten sufrir en él, extrañar en él, llorar en él, desear en él, y encima como por arte del espíritu santo del desmadre, ser felices también en él.

“Ya sé que andas sufriendo por la muerte de Juanga, pero deberías de checar esto”, me dice una amiga hoy por el whats, mientras me manda una liga con la nota de una investigación periodística sobre los muchos estilos que la tortura militar ha alcanzado en México.

Yo le digo que la leeré mañana o pasado, o después de eso, que el mundo seguirá siendo mierda mañana, que esta cortina de humo es la mía. Porque la tonada es propia y la conozco. Porque en este  legado del “Ya lo sé que tú te vas… que te vas, te vas”, que nos dejó Alberto Aguilera Valadez, todas y todos siempre nos estamos yendo y todas y todas también siempre estamos regresando.

Al menos con Juan Gabriel, con sus canciones, con su amor potenciado en las cien mil letras que escribió y cuyo ritmo definió, nunca llegara la hora de decir adiós.