Buenos Muchachos, con la grandeza intacta en su reestreno

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Por Rodrigo Islas Brito

A 26 años de haber sido hecha, la grandeza de Goodfellas no ha envejecido ni un ápice. Joe Pesci sigue preguntando a gritos si lo encuentran chistoso como un payaso, Ray Liotta continúa perdiendo su día de chamba bajo la mirada omnipresente de un helicóptero que ha de acompañarlo al infierno, y Robert de Niro y Paul Sorvino aún tienen ese punch del gánster viejo, despiadado y seguidor de la familia nuclear que manda a rebanar gargantas con la misma soltura con la que condimenta con los ingredientes más precisos el exquisito sabor de una salsa marinara.

De vuelta a su reestreno a raíz de su 25 aniversario suscitado el año pasado. Un nuevo visado de estos Buenos Muchachos (EUA, 1990) nos deja con la certeza de que la incombustible obra maestra de Martin Scorsese es ya piedra de toque de buena parte del cine de gángsters que se manufactura hoy en día.

Los Soprano no hubiera existido si el director de Taxi Driver no hubiera apretado y desdoblado las tuercas del género hasta extremos de fresco social, con la verdadera historia del Wiseguy Henry Hill, tipo sensible y brutal que siempre soñó con ser un gánster.

Dónde la lealtad, la traición y el colgarle a un tipo calvo con bisoñé la cuerda de un perchero por corbata, son sinónimos de normalidad en un mundo en que las esposas se van a los salones de belleza a comparar las sentencias de sus retoños, mientras sus maridos mafiosos pautan al unísono la noche precisa para salir a escuchar canciones melosas con sus novias.

La semilla Soprano se manifiesta también en las noveles participaciones de algunos de los futuros protagonistas de la serie de David Chase, como Michael Imperioli, dándole vida a Spider, un lerdo cantinero que no sabe que a Tommy De Vito no se le puede contestar con un fuck yourself!!, o Lorraine Bracco, protagónica y vibrante como una esposa enamorada que el día en el que su novio le dio a esconder una pistola no pudo sentirse poco menos que excitada.

La vena narrativa de Scorsese se desborda todo el tiempo, convirtiendo a esta ópera bárbara en un deleite permanente en la perfecta simbiosis que alcanza a la relación entre el cerebro y la retina, ya sea utilizando la aparente dulzura del Atlantis de Donovan, como fondo de la brutal dinámica de golpiza- acuchillamiento-zapateado sobre la cara del recién salido de prisión Billy Batts (Frank Vincent) que no sabe que a los boleros también les llega su fiestecita, y del que hay que cuidar que aun en medio de tanto trancazo no vaya a manchar el suelo terso con su sangre inmunda.

Que impulsando la instrumental Layla como vehículo apabullante de la presentación de peones  fiambres sacrificados, ya sea con el horror descubierto por miradas inocentes en el interior de un auto nuevo con pieles nuevas encharcadas en sangre, que haciendo el sube y baja de la muerte  en la doble tracción de un camión de basura, o luciendo finalmente como una res domesticada en el templado clima de un frigorífico ambulante.

Maestro de la pausa y del arranque, el cineasta que una vez soñó ser sacerdote, da una lección de cómo se cuentan los recónditos entresijos de una historia, haciendo uso de elipsis de fuerza motora irreductible, como esas imágenes que se congelan justo para mostrar como un te quiero puede ser en realidad un estoy a punto de matarte, o como un revolver ensangrentado guardado en una caja puede llegar a convertirse en la copa con el que se sella el compromiso de una ley de silencio que habrá de romperse una vez que se quiere seguir viviendo.

Densa, dura, repelente, orgánica y armónica. Obra completa de los compromisos entre el matar, cantar y mejor mirar para otro lado. Buenos Muchachos serán por siempre una de esas cosas que los científicos lanzaran al espacio para que los extraterrestres entiendan en unos miles de años, la clase de raza caníbal que alguna vez pobló este planeta.