El código de la moral fascista

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El Código Enigma cuenta la historia de Alan Turing, matemático e higadazo consumado que quebró la red de protección de mensajes de guerra de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, y acortó la duración del conflicto y de sus muertos en dos años por lo menos.

Y como Turing (agudizado por la virtuosa interpretación de Benedict Cumberbatch, quien después de interpretar a Sherlock Holmes, Julian Assange y el maloso forzudo de Star Trek, parece que puede hacerlo todo) era cualquier cosa menos un James Bond, la cinta del noruego Morten Tyldum tampoco es en realidad una película de espías, aunque en su envoltura lo parezca.

El juego de la imitación (como en realidad se llama la película) es un recuento de la hipocresía social y ese fundamentalismo purista moralino que reduce todo a su mínima expresión, de una sociedad parchada de mentiras que destruye incluso aquello que la sostuvo.

De la homosexualidad como un pecado más penado que el exterminio. De las políticas fascistas que camuflajeadas de virtud trasnochada apenas hace unas cuantas décadas consideraban al hecho de que dos hombres se besaran en la vía publica un motivo para penas de prisión que apestaban a cadenas perpetuas.

Basta recordar la anterior versión cinematográfica de esta historia, Enigma (2001) de Michael Apted, donde un alterego heterosexual y geek de Turing daba pelea a los nazis, rusos y los que se le fueran acumulando solo para darle sus besos a Kate Winslet, cual Titanic de la Guerra Fría.

Tyldum, director de aquella película de acción hecha en su país natal con el armazón de una caja fuerte (Headhunters, 2011), maneja el drama con pulso seguro, dándole a cada momento el acento justo para completar un logrado estudio de carácter de un personaje que nunca termina de decidirse a romper con sus propias contradicciones en un mundo que solo está a la espera dl minino trastabilleo para torcerle el pescuezo.

La interpretación de Cumberbatch completa la ecuación dando un portento de herramientas dramáticas y expresivas en las que el actor no solo no se engolosina, sino las trasciende hasta llegar a convertir a su Alan Turing (padre de la computación moderna) en una versión de un Juan, el Bautista, homosexual, neurótico, de una arrogancia aisladora que lo coloca a dos segundos del autismo, perseguido por una Salome aterrizada en plena moralidad de doble discurso de una guerra fratricida, que solo reconocerá su grandeza para poder cortarle la cabeza.