Día de muertos, altares, recuerdos y calaveritas postmodernas

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Rodrigo Islas Brito/RIOaxaca.

Oaxaca de Juárez. “La verdad, gracias a estas fechas yo empecé a pistear desde chiquito. Siempre le bajaba la mitad a la Tecate que le ponían al abuelo en el altar  Mi mamá se daba cuenta, pero como mi papá hubo un tiempo en que era bien pedote, nunca sospechó de mí”.

Recuerda Pablo Cruces Arias  sobre esa costumbre tan mexicana y oaxaqueña de poner altares en esto días de muertos, difuntos y fieles difuntos. De esa estampa personal  de su altar de ayer, el hoy ingeniero pasa al altar de hoy.

“Sigo poniendo mi altar, pero ahora que mis dos hijos son casi adolescentes, me ahorró lo de ponerle la Tecate a mi abuelo. No quiero que alguno de los dos se la beba, y luego diga que fui yo. Porque seguro que conociendo a mi esposa, se lo va a creer luego luego”.

Cruces asegura que le gusta lo de la tradición de colocar un altar a sus muertos en su casa  y que ha ido y venido durante unos años del doble A. Sobre lo segundo no le ve el caso a abundar en ello, de lo primero asegura que a la colocación del altar ya lo siente como algo tan tradicional y genuino, que asegura lo continuara haciendo hasta el final de sus días.

“Algún día mi foto estará en ese altar, como ahora ahí está la cara de mi padre, la de mi abuelo, la de mi tío Arturo que murió a principios de este año, del que ni siquiera pude llegar a su velorio”.

Cruces asegura que lo suyo no será empezar a llorar por sus muertos, que no lo ha hecho antes y que por supuesto no lo va a hacer ahorita. Asegura que con esto de los altares de muerto solo pide una cosa.

“Que ahí yo nunca vea las fotos de mis hijos, ni de mi esposa. En fin, hace dos años mi hijo el mayor tuvo  un accidente en moto  y  cuando me enteré lo primero que me vino a la mente fue el altar de muertos”.

“Que no vea su foto ahí, que no vea su foto ahí, recuerdo que pensaba cuando iba manejando al hospital”.

Al final el padre de familia cuenta que lo de su primogénito no pasó de una pierna y dos costillas rotas.

“El ciclo de la vida es ese, y lo único que pido es que la vida me lo respete. El ciclo que va en el sentido en el que yo estoy viendo ahora en el altar a mi padre, a mi abuelo, no al revés”.

Cruces dice que de las compras se encarga más que nada su esposa, con la que lleva casado desde finales de la prepa, aunque él ayuda en lo que puede.

“Mi esposa es la ingeniera del altar, se puede decir, y le quedan muy bien. Con fruta, naranjas, peras, los Delicados que le gustaban a su hermano el mayor, que se suicidó hace unos quince años y nunca explicó porque”.

Cruces explica que no es que se ponga intenso en su narración de altar de muertos, pero abunda que la muerte es una cosa seria, inevitable y que deja huella.

“Me gusta esa intensidad de sentimiento de muertos en estas fechas, te recuerda que el vivo es uno y no al revés”.

Por lo pronto esa intensidad de esta festividad de tres días, de visitas multitudinarias a los panteones, a las comparsas de los barrios, de los pueblos, se traduce en Oaxaca en pequeños océanos de gente marchando y bailando en las calendas.

Con los rostros de las mujeres extranjeras pintados de calaveras ojiverdes, con los más jóvenes repitiendo (cada vez menos) el  maquillaje del Guasón de Heath Ledger, con los niños disfrazados de calaveritas con frac, de diablitos con el gesto amable.

Con catrinas, fantasmas y falsos borrachos vestidos de paisanos con el rostro ensangrentando, porque tal vez en un exceso de mezcal se les apareció la huesuda en el fondo de un barranco. Bailando todos en zancos al ritmo de un jarabe vallista- mixteco de muy largo aliento.

Con una nueva modalidad de pedir calaverita  en la que parejas de niños disfrazados con máscaras de parcas,  hombres lobo y payasos locos, se acuestan y se sientan uno frente al otro, con una falsa guadaña o navaja en la mano, mientras se acuchillan  y destazan falsamente, en turnos, en el que uno se hace el muerto rematado y el otro se dedica a acuchillar o destazar y pedir el dinero que ha de ser ser depositado en su calaverita de Halloween a todo aquel o aquella que circule por el andador turístico de la ciudad, y se acerque a querer tomarles una foto.

Mientras a unos pasos de ellos un pequeño enmascarado y vestido en los huesos de una calaca, que pasa del metro cuarenta, juega y ensaya con sus guantes y dedos de hueso, buscando la posición para que sus manos y su aspecto entero agarren ese mayor efecto terrorífico posible que lleve  a que las monedas caigan por decenas en la charola que se encuentra esperando a unos centímetros de sus zapatos negros, particularmente boleados.