El gigante bonachón de Spielberg

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Rodrigo Islas Brito/RIOaxaca.

Oaxaca de Juárez. Steven Spielberg realiza su película más satisfactoria en años con El buen amigo, gigante (EUA, 2016)  su versión de un relato del oscuro, infantil y sardónico Roald Dahl  El legendario cineasta adapta uno de los principales cuentos del autor fallecido en 1990, The BFG publicado en 1982, con la feliz coincidencia de que la inevitable ñoñería que ha caracterizado buena parte del legado spielberiano encuentra aquí un feliz matrimonio con el humor negro desgarbado del creador de Willy Wonka o de James y su durazno gigante.

El guion de la fallecida Melissa Mathison, quien escribió aquel clásico de todos los clásicos spielberianos llamado ET (1982), se da a la tarea de proponer un universo alivianado y amenazante con pesadillas que nunca se vuelven la gran cosa , mediante la presencia del clásico infante vivaracho (Ruby Barnhill) que trata de descubrir su lugar en un mundo de adultos rancios, y que en mucho , a pesar de sus casi setenta años cumplidos , sigue representando la visión y el sentir de un Steven Spielberg que nunca quiso cumplir la mayoría de edad y  para el que los universos verdaderamente endurecidos y cínicos en su acabado, jamás han sido una opción.

Mark Rylance interpreta al gigante bonachón del título que rapta a la niña huérfana Barnhill y la lleva a su tierra de gigantes para enseñarle grandes lecciones de vida y aprender él mismo otras tantas en el camino. Su tierra está habitada por una pandilla de otros gigantes digitalizados come niños sobre cuyos gustos culinarios el guion se sirve para efectuar una de sus principales vueltas de tuerca, pero de cuyas nefastas consecuencias prefiere hacer caso omiso.

La cinta, aunque a veces se siente demasiado larga, camina bien en su relato de dos perdedores que se encuentran y se enseñan a hacer más llevadera su pérdida, con una actuación muy cuidada y sentida de Rylance, que a pesar de los formatos no tiene nada de digitalizada.

Su gigante sabio, capaz de sentir esa compasión y empatía que los de su raza ya no pueden sentir vale por si sola el boleto, con su léxico de gozosa dislexia y su trabajo de fabricar sueños tibios en los que los padres les piden permisos a sus hijos para seguir viviendo (característica dahliana irrefrenable y aclaradora de la propuesta de una niñez avispada y más que preparada para las trampas de un mundo adulto que solo mira a los niños como ganado para la acepción de sus propias coartadas).

Mención aparte merece la secuencia de “échate unos pedos con la Reina de Inglaterra”, lo más enloquecido y cómico que Spielberg ha filmado en su dilatada carrera de Rey Midas de Hollywood. Y que por lo menos en la función a la que me tocó asistir mantuvo a la sala en una carcajada desatada que en lo personal no había experimentado  y escuchado ni con las comedias más idiotas de Jim Carrey.

El mismo monarca al que ahora una serie de televisión suceso mundial como Stranger Things ha canibalizado en todos sus universos ñoños y fantásticos posibles, dejando en claro que si bien Steven Spielberg nunca ha podido ni querido dejar de ser ese adolescente mezcla entre ET e Indiana Jones, es desde ya una de esas instituciones para las que el arte de filmar se volvió una religión que compartió con un mundo adulto sobre el que muy en el fondo siempre ha aspirado a reinventar.