Las cuatro paredes de este mundo abierto

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Por Rodrigo Islas Brito

Brie Larson es el principio para saber que a la actuación cinematográfica todavía le quedan recursos. Su construcción de una madre nuclear, hacinada en un cuarto de tres por tres al que convierte en un campo temático para la sobrevivencia de su pequeño hijo de cinco años (Jacob Tremblay) que nunca ha salido al mundo exterior, es de un dolor que aprisiona.

La Habitación (Room. EUA- Canadá,2015) es una cinta que bordea con los límites del melodrama descarnado, solo para darles la vuelta y reconvertirlos en estampas de una encendida furia espiritual.

Novelizada y guionizada por Emma Donoghue, esta historia es llevada por su director Lenny Abrahamson mucho más allá que los limitados alcances de la anécdota de madre e hijos cautivos por un psicópata que los mantiene encerrados en una mierda de cristal, pudiera determinar.

Al salir la acción de las cuatro paredes del encierro de los dos personajes principales, la cinta pierde fuelle y se tambalea pero no renuncia a su convicción de exponer las contradicciones hasta sus últimas consecuencias.

A esto ayuda además de la convicción de Larson, como víctima furiosa de un infierno que no buscó (esa secuencia dónde le dice a su madre, una resucitada Joan Allen, que de no haberle enseñado a ser tan amable nunca la hubieran secuestrado, es de una crueldad voraz), el talento de Tremblay (en la que tal vez sea una de las mejores actuaciones infantiles en la historia del cine) quien sostiene en buena parte las dos últimas cuartas partes del metraje, con su ejecución sincera y sin sentimentalismos, (¡¡¡Te odio!!! le grita a su madre cuando esta intenta desesperadamente liberarlo) de un ser que puede que todavía no tenga edad ni para mudar los dientes, pero que a fuerza de realidad tiene que renovar su inocencia en el verdadero infierno, el mundo exterior, que puede ser más grande que las cuatro paredes de su anterior cautiverio, pero no más hondo en los abismos de su encierro.

Room es dura, agreste, incomoda, repleta de matices que la convierten en una montaña rusa emocional, con una primera hora de metraje que por sí sola es ya una obra maestra. Sin ganas de dar respuestas, pero con la determinación para incomodar y fastidiar muy adentro en sus preguntas.

Lenny Abrahamson ha confeccionado un estilo visual ceñido que se transmuta con una historia de encierros que se bifurcan y se expanden en su humanismo en cielos pintados en los techos. A los que parece que no salimos, pero en los que estamos todos los días sobreviviendo.