La Revolución Mexicana de Rosalio Mendoza

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Por Rodrigo Islas Brito

El Compadre Mendoza puede hacer sido estrenada hace 81 años, pero su visión sobre una Revolución Mexicana como origen de la libertad de todas nuestras miserias se mantiene intacta.

Fernando de Fuentes desmontó en su trilogía revolucionaria iniciada en 1933 con la amarga El Prisionero Trece y concluida en 1936 con ¡Vámonos con Pancho Villa! (tal vez la mayor muestra de epicidad de toda la historia del cine mexicano) los cánones del discurso patriótico que ha querido ubicar siempre al movimiento armado iniciado en 1910, como el punto de arranque de un país.

Como aquel movimiento inmaculado que le dio sustento a los engranes y códigos políticos y sociales de un México, que hoy vuelve a registrar una violencia intestina forjada desde los mismos dobleces de su doble discurso.

El Compadre Mendoza (1934) una de las tres mejores películas mexicanas de todos los tiempos, es la historia del hacendado, terrateniente y empresario Rosalio Mendoza (Alfredo Del Diestro) y su amistad con el comandante zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto) sobre como el segundo le salva la vida al primero, y el primero entrega la vida del segundo.

El guión de Mauricio Magdaleno, Juan Bustillo Oro y el propio de Fuentes no ahorra en su visión crítica de un conflicto y su discurso de liberación permeado por mezquindades, hipocresía y vil y somero agandalle.

Es divertidísimo y clarificador por ejemplo la actitud del siempre a destiempo Aténogenes (Luis G. Barreiro) especie de secretario del protagonista que cambia a voluntad los rostros de Venustiano Carranza, Emiliano Zapata y el usurpador Victoriano Huerta, del centro de la sala de la hacienda, según cambian los tiempos políticos, negociadores y asistenciales.

Resultando desternillante aquella secuencia donde el conspicuo acomodaticio advierte a sus generales huéspedes que sus enemigos vienen por ellos, sin encontrar algo de credibilidad gracias a su fama de borracho chistoson.

De Fuentes no se traga los discursos oficiales y se lanza a componer un discurso visual y ético, en el que las influencias del expresionismo alemán se conjugan con traiciones tramadas a la sombra de un buen coñac. Donde un personaje como el férreo y calado revolucionario interpretado por Frausto, no tiene lugar en un mundo en el que la doble cara y el dinero sangriento son las pautas indispensables para poder llegar a viejo.

La relación , especie de menage a trois sentimental y sensorial que se establece entre Nieto, Mendoza y la esposa de este, Dolores (Carmen Guerrero) recuerda a una especie de paraíso perdido en medio de un pantano, al cual tarde que temprano el hedor de las sombras ha de regresar para reclamarlo.

“No soy un hombre de sentimentalismos “dice Mendoza, y el país tampoco. El México de De Fuente es torvo y traicionero. Arrojando toneladas de verdad, como aquella ejecución en la oscuridad de un trueno putrefacto, o esa frase de a “este me lo fusilan por científico y reaccionario” que espeta un general bigotón con cananas, que no está para preguntar a quien le dispara sino a cuantos.

“Nada nos hubiera costado el desenredar la trama en forma tal que el desenlace fuera feliz como estamos acostumbrados a verlo en las películas americanas; pero es nuestra opinión que el cine mexicano debe ser fiel de nuestro modo de ser adusto y trágico”.

Comentaría De Fuentes en una entrevista para El Universal en 1934, definiendo así su legado de revolucionario de verdades e identidades que no ceden ante la tentación de un México, en el que toda escenificación comienza con un balazo.

Fernando De Fuentes no retrató la Revolución Mexicana de los libros de texto, ni de los documentales bicentenarios. Sino la de la contradicción, la del embuste mezclado con el engaño.

El cineasta fallecido en 1958 rompió con la Adelita, y prefirió en cambió cantar un corrido sobre un país transfigurado, explotado y derruido, en aquellas promesas que nunca tuvo.