Viaje al vacío de Jorge Pinzón Casasbuenas. Parte I

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“Una derrota muy generosa” es el término que Jorge Pinzón Casasbuenas le da a su pintura. Como la lucha continua “de alguien que da un paso en un territorio que también está caminando.”

Este hacedor de imágenes (como le gusta considerarse) autor de una obra que se alimenta de manos, dedos, representaciones de deidades orientales y occidentales que se contraponen para crear una disertación visual e intelectual basada en la investigación más profusa; nació en Ibagué, Colombia y desde que tenía cuatro años comenzó a experimentar lo que él llama “ciertos accidente con la belleza.”

“Me gustaba hojear las enciclopedias Larousse que había en mi casa, con ilustraciones de Aristóteles o Alejandro Magno. La mayoría eran en blanco y negro.”

El sí definitivo del perdurable romance de Pinzón con las imágenes llegó, cuando finalmente se topó con el autorretrato de un pintor de cuyo nombre no puede acordarse.

“Estaba definido por pinceladas azules, naranjas y rojas. Se veía maravilloso. No era tradicional, era distinto. Nunca me repuse de ese encuentro.”

Y vaya que no lo hizo. Su hambre visual llevó a Jorge a la arquitectura, la cual rápidamente fue perdiendo terreno frente a la pintura.

“No es que me planteara que a eso me iba dedicar. Sino que lo quieres hacer tanto que lo haces y lo haces y lo haces. Hasta que te das cuentas de que te estas dedicando a esto cada vez más.”

Como arquitecto Pinzón aspiraba a “calibrar como podían vivir las personas”, a realizar su trabajo de una manera humanista que se extendiera a la funcionalidad de las formas construidas, aunque en la práctica todo sucumbió ante las exigencias de rentabilidad, fotogenia y el requisito implícito de copiar las cosas que se hacen en el extranjero.

Como pintor Casasbuenas comenzó a asumir cánones de orígenes disímbolos y a ampliar su gusto para la experimentación y la búsqueda de un sentido de la armonía.

El valor del vacío y su formación edificadora de cemento, ladrillos y concreto, llevó a Pinzón a enfocar su trabajo hacia el lado oriental de la valoración del espacio.

“¿Qué es lo que hace que una taza sea taza? Es el vacío el que nos permite distinguir las formas. El blanco le da un valor muy particular a las decisiones que tú tomes frente a su desierta bastedad.”

Una buena racha de trabajo lleva al artista a dejar Colombia y viajar a Panamá al Instituto Smithsoniano. A pintar, donde su vena creativa destaca entre científicos abocados a hacer investigación sobre depresiones tropicales.

“Nunca había habido un artista ahí, así que era muy divertido para mi.”

Después vino una exposición de su obra en Cuba, luego el brinco a Estados Unidos, viviendo en Austin y Utah poco más de tres años.

A Oaxaca llega por una invitación para enrolarse en un proyecto de una ONG, que realizaba asistencias territoriales a las comunidades de la Sierra chinanteca.

Pinzón estuvo en la Sierra ocho meses. “Fue una experiencia que me imantó Oaxaca, la visón del cosmos de los viejos de allá me transformó.”

“Había visto el día de muertos en otras partes, los altares elaborados que se hacían en la ciudad de Oaxaca, pero los de los chinantecos eran altares humildes que te daban una verdad muy profunda.”

“Muy simple, cosas del monte, unas viandas, una coca-cola, naranjas. Todo se veía muy cierto.”

El colombiano pareció encontrar en Oaxaca esa resonancia a su propio vacío, con el universo calmado y repleto de estrellas de la montaña, llegó el resorte para la irrupción en su obra de imágenes antropomorfas y colores llenos, completos y abigarrados.

“Al bajar de la Sierra me transaron y me quede en la calle. Fui mesero en fondas y en el Bar Central. Di clases de inglés, haciendo un montón de cosas para sobrevivir.”

Pinzón se fue entonces concentrando en su trabajo, sin el deseo de volver a Estados Unidos o Colombia, comenzó a jugar en su obra con la abstracción y la montaña.

El dormir en petates en la Chinantla, el ver como estos fungían de ataúdes para sus habitantes, lo llevaron a empezar a pintar sobre ellos.

“Empecé a querer mostrar la relación anímica entre las cosas. A tratar de acceder al mundo anímico, a esa energía que hay dentro de las cosas simples.”

Sobre la llamada escuela oaxaqueña de pintura, el colombiano la observa como una “sofisticación de mitos, muy preparados y con una enorme recurrencia, con cuadros que realmente no me transportan a ningún lado.”

Para Pinzón, Rufino Tamayo es el mejor pintor oaxaqueño que cada vez pinta mejor aunque lleve 24 años muertos. “De ahí para abajo estamos todos lo que trabajamos con imágenes.”

Casasbuenas asegura que, considerarse pintor implica un viaje de vejez, suerte y dedicación para que en algún momento puedas realmente decir que estás haciendo una obra de arte.

“Decir que uno es pintor implica muchas cosas que yo no tengo en este instante, son cosas que solamente da la experiencia.”

“Mi orientación no tiene mucho que ver con los lineamientos del arte moderno. Mi camino no va en llegar a una catedral del arte y ser famoso.”

El trabajador de imágenes se considera hoy mucho más enamorado del trabajo, del hecho mismo de pintar, y sobre el futuro afirma que solo espera que este lo agarre haciéndose muchas preguntas.

“Me ocupo mucho más del hoy, mi preocupación es diaria.”

Sobre que etiqueta le corresponde al ser un pintor colombiano trabajando y viviendo en Oaxaca, con una familia y nueve perros, Pinzón asegura que las etiquetas son una mierda y que los contextos nos afectan.

“Depende mucho de ti si te fundes o no con el contexto. Hay puntos de intersección.”

“En Oaxaca ha tenido una distancia muy saludable con el medio. No está en mi empezar a pintar chapulines.”

Pinzón está seguro que en Oaxaca no hay vacío, y que su caos es un asunto que también puede servir para la creación.

Cuestión de la que se hablará en la segunda parte de esta entrevista.