El aquelarre vive adentro

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Por Rodrigo Islas Brito

La Bruja (EUA, 2015) no es precisamente una película de terror, pero el horror que nos da es sincero, profundo, de esos escalofríos que no solo te recorren por la medula espinal, sino que se las ingenian además para enfriarte el corazón.

Escrita y dirigida por Robert Eggers, ganador de un premio en Sundance, la cinta ha logrado en tiempo record, pese a no contar con ninguna estrella o actor conocido por las grandes audiencias entre su elenco una fama de producto duro, algo despiadado, ceñido a un trabajo de relojería en el que las pequeñas cosas progresivamente serán las que terminaran encendiendo todo.

La historia versa sobre un matrimonio de colonos ingleses y cristianos con cinco hijos, que por cuestiones que no quedan del todo claras son expulsados de su comunidad de la Nueva Inglaterra colonial, internados en un bosque donde se dice que habita el mal más profundo.

Después de la desaparición de su hijo recién nacido y del fracaso de sus cultivos, el desenfocado matrimonio se enfrentara a la certeza de que tal vez el mal sean ellos, o alguno de sus cuatro hijos sobrevivientes.

Eggers manifiesta en cada fotograma, en cada ecuación de plano y contraplano, una muy notoria influencia de los resortes y experimentos narrativos del mejor y más aterrador Ingmar Bergman.

El estadounidense retoma del sueco, además del sospechoso parecido físico y moral de su protagonista Ralph Ineson con el alter ego bergmaniano por excelencia, el gigantesco Max Von Sydow, esos desvaríos psicológicos que llevan a los infiernos físicos, explotados en pequeñas parcelas de desorientada existencia en las que la maldad no viene de otro lugar que no sean las cavernas de mero adentro.

Hay apuntes de ese juego del gato y el demonio de La hora del lobo (1968), de esa reflexión brutal pulverizada de El silencio (1963), de esa sangre infantil justificada de El manantial de la doncella (1960).

Hay quienes piensan que en sus juegos de espejos de víctimas y victimarios , en sus diálogos de misantropía geométrica y perfecta, en sus mujeres sosegadas que prefieren desgarrarse la vagina enfrente de un marido anodino antes que enunciar un reclamo, el cine no ha visto nada más aterrador que el cine bergmaniano, y Robert Eggers parece pensar lo mismo.

Sino ahí esta Thomasin (una debutante y esplendida Anya Taylor Joy) la hija mayor pérdida en el oscurantismo del siglo 18, y a medio camino entre el impulso de su hormona adolescente y la inmediatez de un hechizo atmosférico que amenaza con sangrar todo aquello que pueda ser sangrado.

Eggers juega con símbolos como un cabrío enjuto y diabólico y una bruja pergaminosa y nudista con la suficiente convicción, que lo que podría concluir en una auto parodia desatada, como las que desde hace un rato se refina cada cuanto el antes encumbrado M Night Shyamalan, deviene en agitada parábola calvinista sobre el acto de mirar con tus propios ojos , aunque estos o el mundo que están viendo , se encuentren podridos por dinámicas psicológicas mortuorias que conducen a sacrificios en cadena.

Cruce de géneros temerario, con un componente sobre natural bastante empequeñecido frente a su potencial de caudal de histeria espeluznante, Eggers no ha temido en esta nueva Bruja de abrevar sin pudor todas las atmosferas e influencias posibles: el horror interno del citado Bergman, los desvaríos sonoros a la Stanley Kubrick, el humanismo caníbal de Roman Polanski.

Y al final, lo más increíble, como resultado de un hechizo de aquelarre, es que pese a tanta pretenciosidad acumulada, ha salido bien parado.