Niñas que esclavizan a otras niñas

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De pie frente al hombre que la mantiene secuestrada, Azul temblaba descontroladamente. No sabía si era de miedo o de rabia, pero el cuerpo no le respondía mientras esa mirada furiosa recorría su cuerpo. Había querido mantenerse entera, pero la orden de su captor la hizo estremecer: haz “eso” que te ordeno o mato a tu hijo.

En cuanto escuchó ese deseo, quiso no haber rezongado y asumir la golpiza que frecuentemente le propinaba Gerardo cuando uno de sus informantes le decía que habían visto a Azul masticar chicle, bostezar o hablar de más con alguien que pedía sus servicios sexuales en San Pablo, La Merced. Aquella tarde, alguien le dijo que la habían escuchado gemir de placer mientras “atendía” a un cliente. Eso también era motivo de una paliza.

Azul sabía cómo castigaba ese hombre: le gustaba quitarse el cinturón, encender la estufa del departamento que compartía con las mujeres que explotaba sexualmente, poner en el fuego la hebilla metálica en forma de hoja de mariguana y usarla para azotar a niñas y mujeres.

Harta de verse la espalda tiznada, una tarde Azul reclamó tanto sadismo hacia ella, cuya única “falta” fue enamorarse de Gerardo, quien en un principio dijo llamarse Ricardo, que esa camioneta de lujo era de él, que tenía negocios de edecanes en todo el país y que podía sacar de la pobreza a cualquier chica, especialmente a una como ella, nacida en una familia conflictiva de Córdoba, Veracruz.

Esperaba una bofetada, pero la respuesta de Gerardo la dejó atónita. Estiró una pierna y le dijo: “Te perdono tu falta de respeto si me besas los pies… o mato a tu hijo”. Azul tiritó. Ese hombre no bromeaba. Por varios segundos, la muchacha de 19 años vaciló. “Además de matar a tu hijo, de aquí te largas quemada, si no haces lo que te ordeno”.

Azul no tuvo alternativa. Frente a las muchachas convocadas para ser testigos de la humillación, se puso de rodillas y besó el empeine de su captor, ese hombre que disfrutaba calentar las puntas de los cuchillos e introducirlos, hirviendo, en las vaginas de “sus” muchachas para castigarlas cuando no le entregaban, cada una, 4 mil pesos diarios por relaciones sexuales forzadas.

“Es peor que el diablo. No tiene piedad del dolor que sientas, él sigue pegando, te sigue humillando”, asegura Azul, frente a mí, libre, después de ocho años de ser presa de Gerardo González González, quien fue detenido hace año y medio, pero ahora está libre y aún opera en la avenida Circunvalación y en el interior del país. “Es un demonio, sonreía cuando nos torturaba”.

Gerardo apoyaba su negocio de explotación sexual en Giovanna. Para que él no se involucrara en más enganches de mujeres, ella se encargaba de atraerlas y conducirlas hasta la orilla del abismo.

La ayudante del diablo forma parte de una moda entre los tratantes: tenía 16 años.

Cambia modus operandi

Las bandas de explotación sexual han girado a un modus operandi que, hasta hace unos años, estaba prohibido en los códigos del crimen: reclutar a niños para engordar las cuentas bancarias.

Los padrotes viejos, incapaces de enamorar muchachas, ahora usan a sus víctimas para ganarse la confianza de otras niñas y convertirlas en presas. Una práctica que organizaciones contra la esclavitud sexual han advertido que se propaga como incendio por el país.

“Personalmente conocí el caso de Claudia. Ella tenía 16 años y fue captada a los 12. Una de las cosas más indignantes y tristes que le tocó realizar, porque tenían a su bebé en Tlaxcala, fue someter a una niña de 14. A los 16, ella tenía que vigilar, enseñar posiciones, cuánto cobrar, ser responsable si se escapaba. Más que la parte sexual, esta es una de las cosas que más le avergüenzan”, dice Rosi Orozco, presidenta de Comisión Unidos Contra la Trata.

Agrega: “Ahora, con los cambios que se han propuesto en la ley contra la trata, se propone quitar agravantes al delito argumentando que son ‘medios comisivos’ (engaño, amenazas, abuso físico). Esto hace más difícil el acceso a la justicia para las víctimas, porque ellas deben demostrar los engaños y la violencia”.

Patricia Olamendi, designada por la ONU como experta independiente en el Grupo de Trabajo sobre Discriminación contra la Mujer, asegura que esta es una práctica propia del crimen organizado.

“Todas las áreas del crimen organizado tienen la particularidad de usar a sus víctimas con fines ilícitos. Niños, niñas, mujeres, hombres obligados a transportar droga, a transportar armas… en este caso a esclavizar a niñas”, señala la autora de estudio Trata de mujeres en Tlaxcala.

“Para la ley, se trata de víctimas y sus actos no tienen castigo. Al contrario, deben recibir apoyo, restitución de daños, garantías de no repetición, acompañamiento, no un expediente en algún Ministerio Público que las revictimice”, afirma Jaime Rochín, integrante de la reciente Comisión Nacional de Víctimas.

Red de corrupción

Azul recuerda a Giovanna con el cabello negro, delgada, pequeña y con facciones infantiles. Esta última característica la hacía ideal, ¿quién sospecharía de una invitación de una chica que luce como estudiante de secundaria?

La misión de la ayudante del diablo era acompañar al padrote en sus viajes, identificar a jóvenes vulnerables e invitarlas a trabajar con su “jefe” en los lugares que conoció Azul: DF, Monterrey, Reynosa, Orizaba y más. Les hablaba de jugosos ingresos, de una vida independiente, de una ciudad donde las edecanes suelen brincar a los sets de la televisión.

Ya enganchadas y obligadas a prostituirse, también debía enseñarles el trabajo: cómo hacer un servicio rápido, entregar el dinero, poner un condón, decirle a los policías que buscaban víctimas de trata que ella estaba ahí por su voluntad.

“Giovanna apenas iba comenzando. Te dicen: ‘tú vas, la paras y tienes que cuidarla. Si ves que se tardó en ir al baño, tienes que avisar al padrote. Si ves que se tarda con un cliente, avisas’. Se vuelven madrotas”, narra Azul.

Victimaria para muchas, Giovanna era, en realidad, una víctima: también nació en Córdoba, donde la secuestró Gerardo a los 15 años. Según Azul, cuando la mamá empezó una campaña en 2010 para encontrarla, el padrote la encontró colocando carteles y le vacío el cilindro de un revólver. Le dijo a su nueva presa que si no se volvía ayudante, ejecutaría al resto de la familia.

Mariana, quien a los 18 años fue explotada sexualmente por el hermano de Gerardo durante un año y ocho meses en la calle en Sullivan, vio hasta 10 ayudantes del diablo durante su cautiverio, y la más chica también tenía 16 años.

“Se escucha poco de esto, pero es lo que hacen. Primero las entrenan en otros lados, por ejemplo, San Luis Potosí o Guanajuato, y luego se las traen al DF”, narra Mariana, quien los primeros dos meses como secuestrada estuvo bajo la supervisión de Brenda, otra víctima de Andrés González González, quien para romper su espíritu la mantuvo encerrada con llave en una recámara en el barrio de Buenavista, que sólo tenía un colchón y una sábana para cubrirse del frío.

Luego de varios meses obligada a prostituirse, Andrés tenía otros planes para ella: “Él siempre me decía que en el momento en que dijera, yo iba a ir por una chica, que la iba a entrenar. Yo no le podía decir que no, porque si no era una golpiza”.

Días antes de que la hicieran enganchadora, un operativo la rescató de la calle y puso a su padrote en el Reclusorio Norte, donde aún permanece. Mariana sabría después, por las investigaciones en la Fiscalía de Delitos Sexuales de la Procuraduría del Distrito Federal, que sólo sería enganchadora temporalmente, pues ya tenían listos sus papeles para sacarla del país.

Volvería al trabajo sexual forzado, pero en Holanda, con ayuda de una red de complicidades entre policías capitalinos, empresarios de giros negros y agentes del Instituto Nacional de Migración.

Marcas de por vida

Madai recuerda que esos episodios la estremecían. Ocurrían en el Hotel Marín, en la calle Antonio Caso, o en “los departamentos verdes”, atrás de la delegación Cuauhtémoc, adonde llegaba después de 14 horas en Sullivan. Ahí entregaba entre 3 y 10 mil pesos diarios a Saúl Herrera Soriano, el padrote que la enamoró en Acayucan, Veracruz, le pidió ser su novio y al traerla al DF la amenazó con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaba.

“¿Creen que con esto me doy la vida que merezco? ¡Malagradecidas, a ustedes las saqué del fango y así me pagan!”, gritaba Jorge, insatisfecho con miles de pesos en efectivo en su mano.

Entonces, aquello comenzaba: si el padrote quería más dinero, necesitaba más esclavas; le peguntaba: ¿Tienes hermanas?, ¿dónde estudian tus amigas?

“Los mismos padrotes te preguntan: ‘dime, ¿quién es tu prima? Enséñame una foto de ella; ¿quién es tu hermana?, ¿quiénes tus familiares?’ Para luego ellos ir al lugar de donde tú eres y ‘ve, búscalas, tráelas, engánchalas’.

“Conmigo, fue al grado de que me dijo: ‘Tu prima está bien buena, pues deberías de conseguírmela’. Me lo dijo en una ocasión, pero yo a mi familia no, y bendito sea Dios mis primas vivían muy lejos”, relata Madai, quien pasó dos años secuestrada y calcula que sostuvo, al menos, 3 mil relaciones sexuales forzadas.

Rebelarse no tenía sentido con Jorge. Lo que dijera se hacía inmediatamente o más tarde, pero después de una golpiza. Tenía, incluso, una técnica: las dejaba sin comer por días y cuando estaban débiles las aporreaba y las agotaba en el piso con patadas en la cara, según la averiguación previa AP/30/2012, en el Juzgado 19 Penal del DF. Después de eso, algunas víctimas entregaban a quien fuera.

“Lo que hacía era meterme puñetazos aquí en el estómago para sacarme el aire. Ya cuando no podía respirar me caía, me tiraba al piso y me daba de patadas. Normalmente traía unos tenis con la plataforma muy gruesa y ahí me remataba.

“Decía: ‘Si no me dices [qué otro familiar tienes], pues te voy a matar y voy a buscar a tu familia’. Por eso terminas haciendo lo que ellos te imponen que tienes que hacer”, recuerda Madai, mientras juega con sus uñas ahora perfectamente arregladas.

Ya no luce como cuando decía llamarse Karen y vivía aterrada por entregar una cuota. Una noche, días antes de que la quisieran trasladar a unos prostíbulos en Nueva York, aprovechó que Jorge no estaba con ella y escapó con una maleta llena de ropa en un taxi. Durmió en hoteles, encerrada por días, hasta que pidió ayuda a la policía y puso una denuncia en la Procuraduría capitalina, donde armaron un expediente con su caso y la llevaron a grupos de ayuda a víctimas de trata.

Ahora viste traje sastre y usa su experiencia para alertar a otras mujeres sobre los enganches de los padrotes y de las propias secuestradas. Madai, a los 24 años, es la presidenta honoraria de la Fundación Reintegra, y desde ahí supo que Jorge tiene una sentencia de 20 años que lo mantiene en el Reclusorio Oriente y que muchas de sus víctimas ya están libres, tratando de reconstruir sus vidas.

También sabe que algunas niñas no pueden con el remordimiento de entregar a familiares y amigos a sus verdugos y que no volverán a sus casas porque la culpa les quema el pecho.