Pendientes de Estado

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Uriel Pérez García

En días recientes se han situado en la agenda pública, dos acontecimientos que sin duda son el claro reflejo de los grandes pendientes que tiene el Estado con la esencia misma de su concepción, como organización política que tiene como finalidad la de satisfacer las necesidades fundamentales la población y la protección del valor máximo de la vida.

De otro modo su inexistencia significaría la conservación de ese estado de naturaleza que suele conducir hacia la barbarie, donde la lucha constante por la supervivencia derivaría en la extinción humana, por lo que la conducción de toda esta organización social, a través del aparato institucional llamado gobierno, posibilita el cumplimiento de leyes para vivir con base en la razón.

Sin embargo, resulta sumamente preocupante cuando desde el propio aparato creado para la conducción de la asociación política que conformamos quienes decidimos renunciar a ese estado de barbarie, se fomenta la expansión de acciones totalmente contrarias a la convivencia pacífica, acciones que devienen en el consentimiento de crímenes atroces.

El 2 de octubre de 1968, en un contexto que presumía de gobernabilidad y estabilidad, más por el carácter hegemónico y clientelar del propio sistema que por un régimen democrático, se suscitó por el propio gobierno uno de los crímenes más condenables, donde las fuerza del poder político reprimieron y acallaron las voces legítimas de una sociedad que buscaba la reinvindicación de derechos fundamentales, demandas de carácter universal que se incrustaban en el contexto mismo vivido a nivel internacional en esa época.

Sin embargo, ante esta lectura que dibujó la existencia del fantasma del comunismo, se perpetró en la Plaza de las Tres Culturas una de las más violentas represiones cometida contra la sociedad en las décadas que prometían el tránsito hacia un México más civilizado y desarrollado.

Cuatro décadas después de aquellos atroces acontecimientos se suscita en Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Situación que hasta nuestros días sigue causando una incomprensible confusión que hace imposible visualizar un halo de luz que nos permita conocer la verdad y conduzca hacia la justicia.

En ambos casos el Estado evidencia la incapacidad de cumplir con su razón de ser, auspiciado por una red de complicidades en las esferas gubernamentales que explican la falta de respuestas contundentes sobre lo sucedido aquella noche en Iguala, y ya no digamos respecto a lo ocurrido aquel 2 de octubre, puesto que en los dos acontecimientos, lo que se ha develado ha sido a cuenta gotas, casi por súplica más que por voluntad.

Todas las instituciones de gobierno, en el sentido amplio del concepto, entendido como el aparato que detenta la fuerza del Estado, están obligadas a responder, a cumplir sus obligaciones. Es de reconocer que algunos entes han hecho su trabajo gracias al impulso de una sociedad organizada, pero también hay que señalar las resistencias, sobre todo en el terreno de otras instituciones como el Ejército.

Es inadmisible y totalmente condenable que a estas alturas, cuando se ha avanzado relativamente en el perfeccionamiento institucional en materia de impartición de justicia y protección de los derechos humanos, las redes de complicidad se mantengan tan arraigadas que son capaces de mantener en la sombra y peor aun, en la impunidad, este tipo de crímenes que evidentemente son responsabilidad de Estado.

El ilustre oaxaqueño, Benito Juárez García dijo alguna vez que los hombres no son nada, que las instituciones lo son todo, sin embargo ante la realidad que nos golpea en la cara cuando visualizamos este nivel de incapacidad para resolver y esclarecer acontecimientos tan atroces como los suscitados a lo largo de la vida institucional de nuestro país, pareciera que la falta de voluntad de los servidores  públicos, aunado a la mancha de corrupción que corroe distintas instituciones, estas quedan relegadas a segundo término.

No resta más que apelar a una ciudadanía participativa, informada, pero sobre todo más exigente que se fortalezca para orillar a todo orden de gobierno, y cualquier ente público a rendir cuentas claras y a aplicar las leyes, para que la esfera jurídica e institucional se refleje en la realidad, sin tantas reformas, leyes, reglamentos, comisiones; la estricta práctica ética en la aplicación del orden jurídico que permita edificar un verdadero Estado democrático de derecho.