70 años lyncheanos

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Por Rodrigo Islas Brito

David Lynch cumplió este 21 de enero setenta años y no hay canción tipo “When I’m Sixty Four” que se lo celebre, ¿Cómo podría? Cualquier intento de encapsular lo que Lynch le ha dado al cine y a la expresión visual devendría en un esfuerzo pusilánime de vena enterrada.

Joven pintor abstracto de animaciones que anunciaban tormentas al entendimiento, el originario de Missoula, Montana, explotó en el cine con Cabeza Borradora en 1977, el pesadillezco e indescifrable recuento de una vida horrible cuya primera secuencia de un feto saliendo por el cuello de una vagina a las realidades de un mundo en sombras, valdría por sí sola la entrada de Lynch al Partenón de creadores del más tierno y psicópata discurso.

Jack Nance con su base a lo Novia de Frankestein sería la acepción de un universo de cordura indeleble y en los últimos de los casos, innecesaria, que mira al futuro con un visor kafkiano de quien nada entiende, pero quien todo lo siente.

La negrura de su debut independiente llevaría al jovenazo Lynch a los ojos del actor, guionista y productor Mel Brooks, quien después de haber visto Eraserhead dos veces le dijo al novel cineasta que no había entendido nada pero que el trabajo para dirigir la versión cinematográfica de la vida de John Merrick era suyo.

El hombre elefante (1980) fue formalmente la presentación de Lynch en sociedad mediante la puesta al día de la historia de un tipo noble con cara de paquidermo que sólo puede dormir sentado porque si se acuesta sabe bien que morirá.

Una actuación sobre humana del siempre excelente John Hurt en el papel titular y una réplica perfecta de Anthony Hopkins como el doctor que ha de apoyarlo y mostrarle ese gramo de piedad que hará al monstruo poder vivir (interpretación cuya dulzura llevo años después a que el cineasta Jonathan Demme le diera a Hopkins el papel que lo llevó a la fama atemporal, el del psiquiatra caníbal Hannibal Lecter) y una fotografía en blanco y negro sensible y demoniaca a cargo del reputado y legendario Freddie Francis, serían las bases sobre las que Lynch levantaría esta, su primera carta de amor a los desesperados.

En 1984 vendría Dunas, obra épica y mística filmada en México, y que en un principio debió haber sido dirigida por Alejandro Jodorowsky , que supuso el más colosal fracaso en la carrera del cineasta , quien nunca pudo encontrarle la cuadratura a la propuesta de Star Wars en acido litúrgico de la novela original de culto de Frank Herbert.

Una oreja pudriéndose en los paladares de unas hormigas desquiciadas, en el césped de un vecindario bonito, armónico, sostenido en todos los lugares comunes de la falsa e hipocrática perfección del más “postaleado” sueño americano, es tan sólo el soneto de apertura de Terciopelo azul (1986).

La cinta más lyncheana de la historia, un cuento de misterio donde un atolondrado chaval sexualmente inofensivo (Kyle MacLachlan, el altergo del cineasta por excelencia) termina envuelto en un enredo criminal closetero que involucra a un demente adicto al helio que gusta de gritar y morder antes que cualquier cosa (un icónico Frank-Dennis Hopper. Booth), a un transexual crooner brutal (fabuloso Dean Stockwell) con afición por la elegancia y las fiestas a la luz del toldo de un lanchón cuatro puertas en las tripas, y a una mujer fatal en problemas (la exesposa de Lynch, hermosísima Isabella Rossellini) que no puede dejar de tropezar con violaciones multitudinarias y cadáveres de pobres diablos que mueren parados con una bala buscando el fondo en sus cabezas.

Si Lynch no hubiera vuelto a filmar jamás está sola película hubiera valido para su inclusión en cualquier tipo de corolario de horror y decadencia cinematográfica histórica, pero no conforme, el cineasta transfirió el aire de pueblo idílico en el infierno de Blue Velvet, a la televisión vía Twin Peaks (1990-1991)

Serie televisivo enrarecido que asistía a la investigación sobre el asesinato de la locochona Laura Palmer (Sheryl Lee) cadáver unificador de las obsesiones de toda una comunidad embebida en secretos sórdidos e inconfesables que disparaban misterios que no alcanzaban luz ni con la intermediación de enanos sabios encerrados en salones de un rojo sangre intenso y perpetuo.

Twin Peaks marcaria en mucho el futuro trabajo del director, con la realización de una algo fallida precuela cinematográfica (Twin Peaks, fuego camina conmigo, 1992) recuento de las hazañas de que una Laura Palmer viva emprendió para llegar a ser uno de los fiambres más celebres de la historia, y que con un “¡vamos a rockear!” impreso en la mugre de un desvencijado Taurus explicaba su herencia y causa de su folclor más acérrimo y abigarrado.

Hoy David Lynch incluso ha retomado aquella serie de televisión, nada errado en tiempos donde las series viven su época dorada, y está filmando ya una nueva temporada a ser entregada con suerte a finales del 2017.

Salvaje de Corazón (1990) significa el Mago de Oz versión filtro lyncheano enloquecido, con Saylor Ripley (un Nicolas Cage más endiabladamente Nicolas Cage que nunca) y Lula Fortune (una Laura Dern con gesto romántico a lo monstruo histórico de la Hammer) derramando amor por una senda de mucha sangre, harta intriga y una demencia horizontal y transversal.

Retomando la fauna del escritor Barry Gilford, Lynch da cuenta de gangsters de apellidos latinos cuya cabeza vuelan al cosmos vía un escopetazo purificador, de primos sufridos que un día agarran la afición de introducirse cucarachas en el ano, de madres diabólicas que más bien deberían ser madrastras, prestas a contratar a cualquier matón de barrio bajo para que sus amadas hijas vuelvan a sus regazos, de adolescentes desangrándose a la orilla de una cutre carretera, entre los fierros retorcidos de un convertible muerto, buscando que alguien escuche el camino de sus sueños.

Salvaje de Corazón le significó a la larga la palma de oro del Festival de Cannes al cineasta, síntoma de que los cuentos morales y mortales protagonizados por tipos locos, salvajes y sensibles, portadores de una chamarra de serpiente, también tienen su corazoncito.

The Straight Story- Una historia verdadera (1999) es en el papel la cinta más convencional de su director. La epopeya ejecutada por un anciano (entrañable Richard Farnsworth) por el que ya nadie da un centavo, que se trepa a su cortadora de césped para cruzar Estados Unidos y encontrar a ese hermano con el que una vez se terminó peleando a muerte.

Sin embargo, algo hay del Lynch que no entiende nada, pero que sobrevive gracias al intento, en la secuencia que registra el encuentro entre el férreo protagonista y una pobre automovilista a la que la aqueja aquello que podría traducirse como una especie de síndrome del sufrimiento lyncheano.

La mujer le cuenta al anciano, con un ciervo inerte en el cofre de su carro, que ella , pese a que por razones que desconoce ha desarrollado una proclividad a arrollar este tipo de animalitos cada vez que sale a carretera, adora la belleza, los ojos y el porte desgarbado y frágil de los venados. Los mata todo el tiempo, pero no ha podido dejar de amarlos.

En el 2001 vendría Mullholland Drive, la perfección lyncheana en todo su esplendor. Un relato (destinado en un primer momento a serial televisivo) sobre dos mujeres (Naomi Watts y Laura Harring) y que pueden ser la misma persona, pero que se enamoran una de la otra, envueltas en una temporalidad que no se registra sino que se rompe todo el tiempo.

Con un director de cine parecido a Ben Stiller enamorado de las dos chicas con la parsimonia de un geek que sólo puede envalentonarse cuando juega al golf, con “no hay banda” de una interprete latina cruza de Lupe Vélez con Lola Beltrán que siente hasta la entraña sus canciones pero que en realidad tal vez ni siquiera este cantándolas, con matones cómicos y despiadados que llegan a matar a un tipo en su departamento y terminan jalando hasta con la mujer que hace el aseo a dos puertas de distancia, con relatos entre amigos que hablan de monstruos infernales que se aparecen en callejones de dinners mugrientos.

Fue tal el éxito de Mullholland Drive, y su categoría de presentación de las más articulas obsesiones y alucines lyncheanos que le significó incluso una imprevista nominación al Oscar al director.

Ver a Lynch en el lejano 2002, con cara de estar perdido en un evento encopetado, falso y envuelto en un humorismo inocuo e involuntario, que en si sólo daría para la más exacerbada y deschaveta poética lyncheana , fue lo que se dice, un verdadero agasajo.

En 2006 llegaría el hasta ahora último largometraje de David Lynch y el cual se espera que no resulte al final su testamento. Inland Empire (titulada en México simplemente como el Imperio) una suerte de pastiche de las obsesiones de todo su cine, con historias que se parten a lo salvaje en su temporalidad, con muertos que no están muertos o que comprueban que lo están cuando ya no lo están buscando, con monstruos normales que aparecen de la nada y que a ella acaban regresando, con secretos y dobles personalidades, que el cineasta acabó condensando en un riflazo eterno de tres horas que hasta sus más fanáticos sólo pudieron terminar de ver por entregas.

Hoy David Lynch es ya un adjetivo, un sinónimo de mirar a este mundo a través de un cristal chispado, siniestro, roto y en llamas. De verdades que surgen a partir de un concepto, de una pesadilla, de una imagen onírica de vernos a nosotros mismos capoteando nuestros demonios.

Pero lyncheano no es sinónimo de horror palurdo. Lyncheano es que una noche estés platicando con un amigo en un Vips con la séptima taza de café en la mano, y un mensaje llegue a tu celular de un número que no conoces que te anuncie que ella y otra chica (que tampoco sabes quién es) no podrán llegar a la cita (que nunca hiciste) “porque una de ellas le bajó la regla”.

Lyncheano es hoy la normalidad de este mundo siempre presto a pontificar normalidad en un lienzo esquizofrénico y siempre enrarecido.