Columna Fogonero: Libertad de expresión limitada

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En este mundo cínico, quebrado, criminal y para acabarla e iniciarla, absurdo. Como reportero te vas dando cuenta que tu concepto de ética, con intereses forjados que te anteceden, con renta que pagar, una vida por sobrevivir, es un asunto personal que se va aprendiendo y forjando sobre la marcha.

Existe una conciencia ética sobre el respeto que le profesas a tu propia libertad de expresión, cosas que sabes que puedes decir de cierta manera, siguiendo códigos periodísticos, evitando en lo más posible la taimada subjetividad.

Para quienes llevamos poco tiempo en esto, un año apenas, y hemos tenido la suerte de que las amenazas hacia nuestra labor no hayan ido más allá de calambres de demandas exprés, o de denuncia pública, porque el protagonista de la nota sintió que lo que se escribió no fue lo que se dijo, aunque la grabación de la entrevista haya mostrado lo contrario, la posibilidad de decir las cosas, de marcarlas, de hablar de ellas y abrirlas a que otros también lo hagan, se torna en una seducción irresistible.

En una entrevista para un trabajo de clase de los alumnos de comunicación de una universidad privada, se me hizo por primera vez en mi vida la pregunta de si yo era una persona ética.

Nunca fui un pájaro de cuenta, ni tuve mayores problemas con la justicia más allá del carrito que me robe de niño en una comercial mexicana, mis delitos nunca fueron más lejos de la sana convivencia con los cuates o de acabar vomitando hasta las tripas en el baño y los pisos de una amiga.

Pero a pesar de no ser un mal tipo en el sentido estricto del término, nunca, jamás, me llegue a cuestionar sobre el estado de mi ética.

De las deducciones de esa pregunta continuó y seguiré cavilando, sobre todo en una profesión que te lleva a cuestionarte una y otra vez tus propios alcances y los alcances de los demás, que te arroja a una contradicción a la que en algún maldito momento le acabas agarrando el gusto.

Contradicción y confrontación son para mí las palabras que definirían a esta trabajo, a esta libertad para expresar, porque si no confrontas, sino cuestionas, sino empujas o mueves algo en tus posibles lectores, que invariablemente en algún momento se tornaran en detractores, entonces estas dando el clima.

Y dar el clima es grandioso, siempre que tengas un rostro que retrate bien, y que desde cierto tipo de luz pueda resultar irresistible, pero como no lo tienes, entonces no te queda más que abrir la boca.

Recuerdo que un momento hermoso fue cuando a los quince días de estar reporteando, una de las personas que comentó mi nota sobre un problema de presidente municipal impugnado en un pueblo de la Cañada me llamo “vendido”, a lo que otro comentario aún más furioso coronó con un “¡Puto Periodista!.”

No podía creer que alguien que no me conocía, que nunca había visto y espero nunca ver en mi vida, me adjudicara un adjetivo tan totalitario en su intención descalificadora.

Le pedí a la editora que lo quitara, ella me vio con cara de “no sea chillón” y lo dejó, así fue como entre a este planeta de la libertad de expresión, de vivir de ella, de escribir sobre las cosas que miro, que atestiguo.

Si hasta ahora este escrito ha sonado algo idealista, es porque hasta ahora, lo es. Sin embargo, ante el delirio y el infierno presente, uno no puede dejar de preguntarse ciertas cosas.

¿Qué sentido tiene que este tres de mayo se haya celebrado en México el Día Internacional de la Libertad de Expresión?, cuando un día después fue encontrado baleado y con huellas de tortura el cuerpo del periodista veracruzano, Armando Saldaña Morales, en Cosolapa, Oaxaca.

¿Cuál es el sentido de hablar sobre una libertad que en el noventa por ciento de este país ya no es tal? (y que si lo es, coexiste pendiendo siempre de una telaraña de intereses, que casi siempre devienen en sangre) y cuya no existencia según Reportero sin Fronteras reporta ya 25 periodistas muertos en lo que va del 2015, por tan solo llevar a cabo su trabajo.

Matar al mensajero no es solo ya una costumbre en buena parte del país, sino un asunto para que políticos canallas como el actual gobernador de Veracruz, Javier Duarte (quien quebró a su estado a base de “gansitos”) tiendan velos grises sobre los innumerables casos de periodistas asesinados en su entidad, diciendo que en realidad eran taxistas.

En los últimos 15 años 103 periodistas fueron asesinados en México y 25 más están desaparecidos, se precisa en el informe estadístico de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión de la Procuraduría General de la República (PGR).

“Una nación sin libertad de expresión es un país donde la democracia es dudosa y donde el sufrimiento de la gente no hará más que crecer”.

Decía Aline Davidoff, presidenta de una de las muchas organizaciones internacionales que han alertado y denunciado una situación, que parece no terminar ante la dictadura de un crimen organizado desatado y de una clase política cada vez más embebida en sus juegos de corrupción (que ya parecen olimpiadas) seguida de sus capas y capas de tenaz simulación.

Baste citar al presidente Enrique Peña Nieto, pontificando en un Foro Económico Mundial sobre como en México no todo el mundo quiere que se le aplique la misma ley, cuando él con la soltura que le da su caradura enterró su escándalo de corrupción mobiliario, nombrando a un amigo para que lo auditara.

Por ejemplo en el mundo de arte, ¿es real la libertad de expresión?

Es válido, aunque tal vez no tan ético, vender cuadros de tehuanas voladoras, porque eso es lo que compra el gran público, aunque el artista se traicione y no pinte lo que su creatividad le puede estar dictando en momentos decisivos de su vida, de su mundo y de su sociedad.

¿Qué tan válido es entonces que un artista pueda proyectar su carrera porque recibe directamente apoyo y apertura, de políticos y empresarios? Al final estos últimos pueden apoyar a quien se les dé la gana, pero un político con un cargo público, no tanto.

Hace unos meses tuve la oportunidad de formar parte al lado de otros colegas reporteros de la fuente cultural, una especie de pequeña rebelión gremial contra los resultados de un premio estatal de periodismo, ante el menosprecio rampante que uno de los jurados mostró abiertamente por el ejercicio de nuestra profesión.

De lo que pasó en su momento se dio cuenta y no veo caso a volver eso. Pero lo recuerdo porque al final el pequeño escándalo que se armó (y que ni nosotros esperábamos) devino en que la ganadora del premio, la periodista istmeña Diana Manzo nos dedicara una referencia, lamentando este tipo de disputas entre colegas de profesión “cuando a los compas de Veracruz los están matando”.

Me sigue pareciendo que la mención no venía al caso con los motivos reales de nuestro encono, que tenía que ver con un sentido de dignificación de la fuente. Sin embargo, al final, es verdad.

A los compas de Veracruz… los siguen matando.