Costos

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Uriel Pérez García 

Reza la sabiduría popular que todo en esta vida siempre tiene un costo, en referencia a que todas las acciones tienen una consecuencia que hay que asumir, sobre todo cuando se actúa fuera de los márgenes legales establecidos para la sana convivencia, no obstante cuando estos costos son bajos o nulos, se incentiva los procesos de descomposición social con retorno hacia el estado de barbarie.

En los últimos días hemos sido testigos de diversos acontecimientos que parecieran escapar a toda comprensión de lo que se debe esperar de una sociedad que se precie de llamarse civilizada; basta con ver las terribles imágenes de lo suscitado el domingo pasado en un partido de futbol, para llamar a la reflexión respecto a cómo nos estamos conduciendo como sociedad, atizando un nivel brutal de violencia.

Desde la óptica social y política, mucho se ha escrito respecto a las distintas formas de organización de los seres humanos y la necesidad inminente de establecer reglas mínimas de convivencia que evite vivir en ese estado de naturaleza en el que el filósofo Thomas Hobbes se refirió al “hombre como el lobo del hombre” en alusión a la imposibilidad de convivir de manera pacífica sin instaurarse antes un orden basado en lo que posteriormente se denominó como contrato social.

Así, a lo largo de los siglos se perfeccionó esa idea que se conceptualizó en lo que hoy conocemos como Estado, que no es más que ese cuerpo social organizado, esa comunidad política en la que se deposita un poder que se ejerce a través del gobierno para imponer la obediencia a normas que garanticen esa convivencia ordenada, pacífica y con seguridad; un gobierno encargado de vigilar que nadie rompa dichas reglas sin atenerse a las consecuencias, a los costos, que conlleva quebrantar el orden establecido en la leyes convenidas por todas y todos.

Sin embargo, cuando quebrantar la ley no acarrea ningún costo, se tiende a normalizar y peor aún, a exacerbar la actuación fuera de estos modelos de relación y entendimiento que nos debiera caracterizar como sociedad civilizada, donde todos los desencuentros y diferencias se diriman por los canales institucionales y no a través de la violencia irracional.

Resulta más preocupante cuando ese ente encargado de vigilar y garantizar el orden social infringe la legalidad y no solo es permisivo de las infracciones, sino que además se convierte en cómplice al actuar de manera deficiente, omisa y en muchos casos en colusión con estos grupos que un día sí y otro también buscan imponer un poder fáctico por encima de quien debiera detentar el monopolio de la fuerza.

De esta manera, lo acontecido con Pedro Carrizales “El Mijis”; lo suscitado en San José de Gracia, Michoacán; y lo ocurrido en el estadio Corregidora en Queretaro; por ser nota en la agenda pública de los últimos días, sin dejar de lado los cientos de crímenes que suelen pasar desapercibidos para la opinión pública y las autoridades, ejemplifican la manera en cómo el Estado, deja de cumplir su función.

Cuando la respuesta del encargado de garantizar el orden es deficiente tanto en el discurso como en los hechos, no solo se demuestra la falta de capacidad para esclarecer los acontecimientos y ejercer castigo a quienes resulten responsables por la transgresión a la legalidad y el orden, sino que además lleva implícito un premio: la impunidad.

Cuando los costos de la acción delincuencial son mínimos, se acelera su propagación y da pie a que cualquiera pueda actuar como se le venga en gana sin que tenga consecuencias. Otro ejemplo es lo que nos ha tocado vivir en nuestra entidad donde los bloqueos a las vialidades son cada vez más frecuentes y con una violencia eminente, que además de premiarse con la impunidad se premia con recursos públicos a partir del chantaje con facturas a la ciudadanía.

Cuando la impunidad gana terreno, no resulta exagerado hablar de un Estado fallido, puesto que precisamente fracasa en el cumplimiento de la finalidad por el que fue edificado y se dibuja esa delgada línea del retorno hacia ese estado de naturaleza donde impere la ley del más fuerte.

Es urgente el llamado a la reflexión hacia nosotros como sociedad, pero también a la acción por parte de los gobiernos de todos los órdenes, ya que es inadmisible que ante la complejidad que vivimos a nivel mundial tengamos que acostumbrarnos a que no pasa nada y que de manera lamentable dejemos de sorprendernos y normalicemos tanta violencia e inseguridad asumiendo costos altos para unos y nulos para otros.