“Desnormalizar” la corrupción

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Uriel Pérez García

Uno de los temas recurrentes que escuchamos en campañas electorales así como en la agenda pública  y de gobierno de cualquier orden, es el combate a la corrupción, vista como uno de los males sistémicos que por décadas ha permeado en todo el entramado institucional pero que sobre todo se ha reflejado en altos costos económicos y sociales con sus evidentes repercusiones en un país marcado por enormes desigualdades.

Sin embargo, para combatir la corrupción es necesario transitar de la esfera gubernamental a la participación ciudadana que debe partir por “desnormalizar” la corrupción, es decir dejar de ver este fenómeno como algo normal, cotidiano y que se suscita en diversos ámbitos de la vida diaria, como si estuviera en nuestros genes, o como elemento cultural, que evidentemente se alimenta de la falta de consecuencias.

Podría analizarse a la corrupción y sus costos desde un ámbito académico, conceptual, pero lo que pocas veces nos detenemos a revisar es que todos los días nos topamos con diversos elementos que constituyen y ejemplifican actos de corrupción y que los pasamos por alto, normalizándolo e incluso asumiendo las consecuencias, háblese desde el pago excesivo para agilizar algún trámite, hasta las calles en mal estado que son remendadas un día sí y otro también.

No obstante que en los últimos años el esfuerzo de la sociedad civil ha sido fundamental para frenar de manera paulatina la corrupción, empezando por fijar el tema en la agenda pública en sus diversas dimensiones y con las consecuencias que produce, hasta realizar señalamientos que han derivado en procesos como el de la denominada “estafa maestra”, estos esfuerzos han sido insuficientes mientras no incidan en la edificación de un auténtico esquema de denuncias y sanciones.

Por ejemplo, la prevalencia de viejas prácticas ha derivado en intentos fallidos por instaurar un efectivo sistema nacional de combate a la corrupción, mismo que en esencia busca dotar precisamente a la sociedad de un peso fundamental para hacerla más exigente en la rendición de cuentas y en los señalamientos de anomalías, a través de la creación de comités de participación ciudadana, como el eslabón esencial para combatir la corrupción, pero que como en el caso de Oaxaca este comité ha estado viciado y deslegitimado desde su integración, con integrantes sumamente cuestionados.

En el ámbito federal, el actual gobierno ha marcado una línea discursiva fuerte en la que prevalece la palabra corrupción como la principal bandera para impulsar una transformación, no obstante hay que señalar que en efecto los esfuerzos y la voluntad solo han quedado en la diatriba para el señalamiento de los opositores, ya que en la realidad no se ha aterrizado en acciones concretas que permitan visualizar un combate de frente a través de la acción penal y sanciones ejemplares.

Por el contrario han sido emblemáticos los casos, como el del general Cienfuegos, que muestran nuevamente que en nuestro país lamentablemente no pasa nada, retroalimentando este círculo pernicioso de desconfianza hacia las instituciones ante la falta de sanciones que permitan inhibir comportamientos al margen de la legalidad, con beneficios particulares y una sociedad que se acostumbra a estas situaciones.

Frente a dicho escenario, es urgente romper con estas circunstancias pasando más allá de la voluntad política para realizar cambios legales, impulsando la voluntad de la sociedad de involucrarse con plena confianza en que su participación y sus acciones tendrán consecuencias, por tanto es imperiosa una tipificación puntual y clara de actos de corrupción que sea asequible a la ciudadanía, de tal manera que el señalamiento y la denuncia acompañada de elementos sólidos posibiliten la sanción.

Es preponderante hacer visible todas aquellas conductas y comportamientos no solo a nivel de las autoridades, sino también en la ciudadanía asumiendo este tipo de conductas como anomalías que vemos diariamente y dejamos pasar haciéndonos partícipes en esta “normalización”.

Es fundamental llamar las cosas por su nombre, y que todos aquellos actos que impliquen un beneficio particular aprovechando las circunstancias de posición de poder público o privado y que nos afecten en lo individual o en colectivo, no solo deben ser señalados, sino además denunciados y castigados legalmente y de forma ejemplar, solo así y a través del escrutinio público constante, dejaremos de ver a la corrupción como algo normal y muchas veces invisible.