Fogonero: El flaco respetable con cara de poker

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Por Rodrigo Islas Brito

Cuando Julio Scherer escribió en unos de sus libros que Jacobo Zabludovsky representaba todo aquello que sobre el periodismo despreciaba, me dí cuenta que estaba hablando del mismo tipo que me describió a México, cinco de las siete noches de la semana, durante mis primeros 19 años de existencia.

Desde que empecé a tener memoria recuerdo a mi madre viendo cada noche 24 Horas, algo embelesada por la dicción de un tipo larguirucho, flaco, de lentes, con la voz educada, con una narración pasmosa e inmutable de las cosas, y una telefonista llamada Lupita, marcándole cada diez minutos (como si de una oficina de gobierno se tratara) para informarle que tenía una llamada por la línea cuatro.

Jacobo era el hombre de todos los temas, el referente de la vida pública de un país que vivía en la burbuja de una televisora única, de un partido político único, de una selección nacional única.

Que lo mismo entrevistaba a Lola Beltrán cotorreando sobre la paloma negra y las implicaciones de vivir en la reja de un penar, que al presidente cowboy de Estados Unidos, Ronald Reagan, preguntándole tímidamente por políticas exteriores de injusta bilateralidad, que recibiendo saludos de los futbolistas del alguna vez campeonísimo Atlante, Luis Manuel Salvador y Miguel Herrera, quienes notoriamente emocionados por estar hablando con la comunicación personificada también mandaron a saludar a sus respectivas familias.

En mis años y años de jacobismo noticioso sólo recuerdo haberle visto perder una sola vez el estilo a un Zabludovsky siempre epitome del garbo y buen comportamiento.

Cuando dijo, con ojos pelones empañados en sus gafas de botella y gesto transfigurado en el créanme porque su mesías les habla, que el levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el primero de enero de 1994, había sido la causa principal de la convulsión, la andanada de asesinatos políticos y la durísima crisis económica que hizo que decenas de mexicanos optaran ese año por aventarse al metro antes que pagar sus deudas.

“¡Chiapas!, por encima de todo siempre estuvo Chiapas!” vociferaba en grito suave el tótem informativo de mi niñez que finamente se rebelaba ante mis ojos adolecentes como un policía con micrófono enraizado a un orden de las cosas en el que los reclamos de una bola de indígenas zarrapastrosos eran el origen de todos los males del mundo.

No la politiquería corrupta y asesina transexenal a la mexicana, no el entonces imperial presidente Carlos Salinas de Gortari (quien tuvo en Zabludovsky a un guerrero y descarado director de comunicación social) no Mario Aburto y la bala que le metió a Colosio, no el nunca aparecido Muñoz Rocha y su plan de reclutamiento con el que terminaron ejecutando a Francisco Ruiz Massieu.

No, los culpables de todo eran los rebeldes de una montaña en los huesos, que habían tenido la osadía de alzarse fusil mediático en mano, contra un gobierno de institucionalizada tiranía que nunca los miró.

La misma sensación de farsa operística, me volvió hace unas horas, cuando al revisar los videos de Zabludovsky y sus trabajos periodísticos, me encontré con el programa que sobre los treinta años de la matanza del 2 de octubre, realizara Televisa en 1998, y del cual Jacobo en su entrega entrevistara a Alfonso Martínez Domínguez, líder del PRI aquel año y regente de la Ciudad de México en el halconazo del jueves de Corpus de 1971, en el que se calcula fueron asesinadas más de cuarenta personas a manos de un grupo paramilitar durante una manifestación en apoyo a la causa estudiantil.

Domínguez afirmaba sin más que el partido tricolor había respaldado en todos los sentidos a Gustavo Díaz Ordaz, antes, durante y después del asesinato masivo de la plaza de las tres culturas, y que el entonces presidente fue un mexicano patriota que salvó al país del caos social.

Y Zabludovsky estaba ahí, con micrófono en mano, haciendo perfecta mezcla con el cuadro. El anciano funcionario con las manos infurtidas en sangre hablaba de que el máximo responsable de la ejecución ritual y multitudinaria de un número aún indeterminado de mexicanos, debía ser visto como un mexicano ejemplar, y Jacobo era el micrófono, la caja de resonancia de esa mentira de impunidad institucionalizada que permeó y permea ese sistema político podrido hasta la médula que nos tiene ahora como país en las mismísimas puertas y entrañas del mayor delirio apocalípitico, sangriento, “madmaxnesco”, de nuestra historia.

Con la máxima ochentera-noventera repetida mil veces en sus 24 horas de que México estaba a salvo del narcotráfico por su posición de mero país de paso, máxima que hoy se torna mínima, ante la actual comprobación de la cara dura y falacia de sus justificaciones y cálculos.

Zabludovsky fue el coro griego del teatro mexicano en el cual crecí, del México de la simulación, del presidencialismo exacerbado que lo decide todo y a todos. Jacobo era el maestro de ceremonias de la versión oficial, del tapar el sol con los diez mil dedos del sistema.

Inmortalizado en las redes sociales por un “hoy fue un día soleado” que le acreditan haber dicho a manera de reporte el 2 de octubre de 1968, que tal vez nunca dijo pero que tampoco importa porque la perpetro mil veces en sus 28 años de noticiero nocturno, Zabludovsky fue el viejo lobo con cara poker que le dijo a generaciones y generaciones de mexicanos lo que querían oír justo cuando querían oírlo.

Jacobo fue el periodista (su talento como tal es difícilmente discutible si recordamos ese poema narrativo de más de media hora donde fue descubriendo cuadra por cuadra, al igual que el público que lo veía y escuchaba, las ruinas y los despojos que había dejado en la ciudad de México el terremoto de septiembre de 1985) que decidió convertirse en la encarnación de la mentira nacional, y con esto marcó los recuerdos de todos los que lo vimos mentir y no nos dimos cuenta.

Recuerdo otros dos grandes momentos zabludovskyanos por excelencia, la noche en que su corresponsal en Israel, Erika Vexler estaba en pleno bombardeo durante la primera Guerra del Golfo y empezó a gritar vía telefónica que la nación judía estaba preparando un ataque ¡nuclear, Jacobo!, ¡repito!, ¡nuclear!¨.

A lo que el taimado reportero le contestó mandando a un corte comercial.

Y aquel programa de remembranza que le hicieron cuando un cáncer lo colocó en el umbral de la muerte y del retiro, sacándole la vuelta a las dos, con una entrevista que le hizo su hijo Abraham, donde el patriarca Zabludovsky aseguró que para él, en el cumplimiento de su trabajo primero eran sus amigos (entiendase políticos, presidentes, sus jefes) y que no apoyaba a los reporteros que hacían lo contrario.

Definiendo así la ética periodística bajo la que se movió cuarenta años de su vida

Después, de la etapa que vino cuando se fue de Televisa porque el Tigre Azcárraga había muerto y su tigrillo no quiso aceptar a su hijo Abraham como su sustituto, y se reconfiguró como un periodista radial critico y honesto, ya no me interesó enterarme.

Zabludovsky acusó a Julio Scherer de tampoco decir ni denunciar nada durante la matanza perpetrada por el estado el dos de octubre de 1968. Scherer y Vicente Leñero siempre lo responsabilizaron de haber orquestado, valiéndose del histrionismo de su reportero estrella Ricardo Rocha, el golpe a Excelsior que dio por resultado el advenimiento de Proceso.

Hoy los tres están muertos y del México que callaron, vivieron, consintieron, encubrieron o trataron de cambiar sólo existen las consecuencias.