Biblia cinematográfica: Blade Runner y su futuro perfecto

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“He visto cosas que ustedes no creerían. Atacar naves en llamas más allá de Orión. Vi rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia… Es hora de morir”.

Eso decía el rubio androide asesino, existencial y sensible Roy Batty (Rutger Hauer) antes de estirar la pata cibernética en Blade Runner.

Esa biblia cinematográfica futurista realizada por el proverbial Ridley Scott en el lejano 1982, que encarnó toda una manera de contemplar un futuro que si bien no incluía todavía autos voladores, ni minas en la luna (el futuro bladeriano estaba ubicado en el ya muy cercano 2019), sí presenta desesperación total, sobrepoblación suicida y ese dejo de certeza de que tarde que temprano todo terminara por desaparecer en el aire.

“¿Sueñan los androides con ovejas cibernéticas?”, es el nombre del cuento del abigarrado novelista Philip K. Dick, padre del futurismo sociológico, en el cual está basada la cinta, con un guión del legendario David Webb Peoples (Los imperdonables, Doce monos), en coautoría con Hampton Fancher, que abunda en los imposibles del compromiso, el amor y la falsa redención.

“Te quiero a ti, quiero al Blade Runner.” Le dicen al duro poli mercenario Rick Deckard (Harrison Ford) antes de soltarlo contra una pandilla de androides fugitivos (a los que llaman replicantes) que se niegan a ser asesinados por la práctica de caducidad de la raza humana.

Kowaslki (Brion James), Zhora (Joanna Cassidy), Pris (Daryl Hannah) y el ya citado Batty son los malditos bastardos a los cuales el melancólico Deckard tendrá que retirar de circulación.

En el camino, el bogartiano personaje se enamorará de una secretaria de ojos bonitos, Rachael (Sean Young), en quien contándole historias de familias y días nublados, descubrirá también cables y aceite.

También por ahí anda Gaff (Edward James Olmos), policía de tribu urbana del que nadie entiende una maldita palabra, y que significará al aristotélico Deckard una especie de conciencia taciturna que terminará por mostrarle el verdadero camino al arcoíris.

Scott hizo con Blade Runner su mejor película, impedida en el momento de su estreno por una nociva voz en off que nos explicaba aquello que exactamente estábamos viendo, Ridley hizo una reedición en el décimo aniversario de la cinta que le devolvió su condición de cine negro existencial, con polis persiguiendo a fugitivos con los que terminarán endosándose en un juego del gato y ratón acuñado en una misma y solitaria moneda.

Con secuencias inolvidables como la persecución de la desnudista Zhora, que no termina de romper cristales en una caída que se excede de mortal; con sus piernas asfixiando al calenturiento Deckard con una llave de martillo, verdadero juego previo de un escarceo de seducción condenado al fracaso.

O aquel ritual de enamoramiento entre Pris y el inventor desahuciado de gesto aún más desahuciado JF Sebastian (un inolvidable William Sanderson) que terminará por pagar el pato de la furia “androidina” con su jefe mogul de la ingeniería genética (Joe Turkel), un Steve Jobs kubrickiano con pizca de expresionista alemán, al que su hijo más grande e insuperable creación le terminará por sacar los ojos.

Blade Runner tiene esa elegancia visual hiperbólica del creador de Alien, Thelma y Louise y Gladiador, sumada a una fatalidad que corroe el hueso. Scott no propone ni un futuro amable ni una coartada a modo.

El hombre se destruye solo y eso hasta un robot puede notarlo, los personajes del filme son huérfanos de un planeta envuelto en una pertinaz niebla de smog que se ha perdido en el vértigo de sus rascacielos multifamiliares y sus anuncios de neón con geishas que sonríen en la sinrazón.

El filme es un muestrario de cómo tiempos futuros jamás serán mejores. Una cinta que bebe de un clásico llamado Metrópolis (Fritz Lang,1927) en sus descripciones de arquitecturas citadinas afectadas por una implosión humana y térmica que terminará por desfigurarlas.

Pero que también ha terminado por influir a toda cinta que aspire a crear universos de disolución alterna, llámese El quinto elemento, Equilibrium o la saga de Terminator, sin que ninguna hasta el momento haya podido superarla.

Se sabe que una secuela, tipo catorce años después, se está preparando en Hollywood, presentando a un Deckard que fungirá ahora como una especie de guía de un joven cazador de replicantes. La idea suena mal.

Pero no hay nada, ni siquiera esta amenaza de continuación para generación Crepúsculo, que pueda poner en peligro la inmortalidad de esa piedra de la sabiduría cinematográfica llamada Blade Runner.

Poblada de gente que ya nunca pudo ver a una tortuga viva, pero que sabe de sufrimientos lentos e infiernos sostenidos.

Replicantes de una humanidad a la que ya no le queda nada que replicar.