Obediente ignominia

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Obediencia perfecta es el relato de los costos de la fe. La cinta a checar esta Semana Santa pues aunque en su corrida comercial prácticamente no la vio nadie, se trata de una de las mejores películas mexicanas estrenadas en los últimos años.

Obediencia perfecta es la historia de Marcial Maciel, sus legionarios de Cristo y su historial negro de pederastia como práctica religiosa. El director y coguionista Luis Urquiza para allanarse pleitos legales rebautiza a Maciel como Juan de la Cruz y a su grupo religioso como los cruzados.

El de Urquiza no es un recuento cronológico de los abusos sexuales cometidos por Maciel –de la Cruz y sus secuaces, sino la presentación del caso específico de un joven seminarista preadolescente llamado Juan (Sebastián Aguirre) al que el torcido y encantador de la Cruz (Juan Manuel Bernal) decide tomarlo a su cuidado y rebautizarlo como Sacramento Santos, bajo la promesa de que no denunciara nada de lo que vea, ni de lo que haga, ni de lo que deje que le hagan.

Más que un retrato literal sobre la pedofilia, Urquiza y el coguionista Ernesto Alcocer se pronuncian por una radiografía sobre los resortes, las tácticas y los procesos que envuelven al abuso.

Sobre el sendero que sigue el depredador sobre su depredado, el deslumbramiento, la pausada persecución, el sometimiento disfrazado de convencimiento.

Urquiza no disfraza la personalidad villana de De la Cruz, subrayada por una interpretación medida y justa en sus pausas y explosiones de Bernal, quien logra aquí la mejor actuación de su carrera, presentando a un Maciel encarnación del lobo que masacra ovejas con las formas de un afable profeta teólogo adicto al opio, que hace casting a los jóvenes novicios simulando las atenciones de Cristo a sus discípulos.

La obediencia perfecta, que plantea la cinta es aquella que lleva a un obediente a amar a quien lo somete y al terminar finalmente por convertirse en el monstruo que una vez lo devoró.

Explicación de cómo la epidemia de pederastia se incrustó en las costumbres y los engranajes de una iglesia católica, que siempre ha presumido de una búsqueda de la virtud que en la práctica ha transitado muchas veces por los confines de la ignominia.