Espíritu brutal

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Por Rodrigo Islas Brito 

Alejandro González Iñarritu llega a su sexta película con El Renacido (EUA, 2015), demostrando que por más sangrón e insoportable que se vuelva, su camino de cineasta trascendental no tiene vuelta atrás.

Lo que podía haber sido una arquetípica y motona historia de hombre macho sobrevive todo y a todos, se convierte en manos del mexicano y de su socio, el fotógrafo Emmanuel Lubezki,  en una parábola de retorno espiritual marcada por litros de sangre y toneladas de nieve dispersas por montañas blancas a las que no se les puede hallar la brújula.

Leonardo Di Caprio, en su papel del justo y vengativo  trampero  Hugh Glass, da cuenta de esa  vena y visceralidad con la que siempre ha abordado sus papeles, en un espectro diametralmente opuesto  a la que la industria hollywoodense pretendió encausarlo hacia un rol de nuevo ídolo de las quinceañeras hace ya casi veinte años.

La secuencia donde Glass es atacado por un oso enorme, una y otra vez, en una lucha voraz de mordidas, cuchilladas, levantones  y mucho liquido rojo, en donde la diferencia de tonelaje entre los contrincantes no es nada frente a la decisión que los dos tienen por quedar en pie, es una vuelta a esa violencia salvaje y de cero disculpas que Iñárritu desplegó en Amores Perros hace quince años.

Pero hoy el cineasta no solo quiere echar pelea, sino además quiere explicarse el porqué. La contraparte de Glass, el malvado y despelucado  John Fitzgerald (interpretado por un Tom Hardy en estado de gracia para eso de soltar maledicencia)  es el ángel de la destrucción que esta historia de bien contra el mal necesita.

Indolente, crudo, cruel, despiadado, pero también complejo, el Fitzgerald de Hardy recuerda a los villanos de los westerns de antaño, del tipo Walter Brennan en  Mi querida Clementina o El Forastero. Raudos, descarados, encriptados en su noción de que este es un mundo de depredados  y depredadores, en el cual ellos no empezaran por ser los primeros.

La hermosa cinematografía de Lubezki va más allá de la “postalización” a la que muchas veces el cada vez más sorprendente cine fotógrafo  reduce sus trabajos.  A esto ayuda el uso de una cámara siempre nerviosa, capaz de hacer foco hasta en el cogote y las tripas de un caballo, con travels, barridos y planos secuencias que lo mismo pueden cubrir una persecución a caballo y balazos por una llanura blanca endemoniada, que el vuelo en caída libre de dos dromedarios hacia una semilla de furia que ha de brotar a base de trancazos y verdades.

Iñárritu tiene la suficiente sabiduría como para no exagerar en sus toques liricos a lo Terrence Malick, del tipo hombre mira de frente  a una naturaleza que todo lo sabe (así sea frente una pirámide hecha de quijadas de búfalo) ni tampoco en sus embates de asimilación étnica del modelo hombre blanco malvado se vuelve indio bueno y puro, del tipo Kevin Costner y su Danza con lobos.

El cineasta de 52 años logra un hibrido taciturno, en donde los momentos violentos resultan hasta orgánicos con el caudal de filosofía tipo el ombligo está en la tierra , que ha aquejado al nativo del Distrito Federal de manera por demas lastimera en otros lances (ejemplo concreto, Babel) y a la que probablemente no abandone nunca.

Con DiCaprio poseyendo una piel podrida, sangrante y  zurcida con remiendos. Como una especie de Frankenstein de mundo helado, que ha de encontrar en sus heridas el mapa que lo lleve a esa revancha tan ansiada y a la reintegración de su humanidad más invalida.

Brutal, deslumbrante, complejo  y elemental, el cine de Alejandro González Iñárritu camina cada vez más en el espectro contrario de algo que cada vez es más común en cineastas que presumen de una factura única, particular e irrepetible: la impostura.

Tal vez el cineasta mexicano nunca termine de estar a la altura de sus propias expectativas, pero en el camino seguro que hará unas cuantas buenas películas.